Lo que nadie se imagina 20

“¡Pero en qué mierda estabas pensando!”. Si Don Seferino hubiese recibido un sol por cada vez que escuchó esta frase, sin duda alguna sería el hombre más adinerado del Perú. De hecho, yo hubiese aportado como 367 soles a esa hipotética fortuna teniendo en cuenta que fui muy severo con él al darme cuenta de una historia tan romántica como cojuda.

Pero eso depende… Siempre depende quién escucha las historias de alguien para juzgar las decisiones que solo se hacen una vez en la vida; decisiones que de alguna manera comprometen a tantas otras vidas que no hay espacio al arrepentimiento. Y es que Don Seferino… Él es un caso aparte.

No era un rumor en el barrio de San Miguel que Don Seferino era el tipo más animal a la hora de tratar con las mujeres. Por “animal” no me refiero a que era un mal tipo con ellas. Todo lo contrario: era demasiado bueno, solo que tan bueno que atraía a las más viles de corazón. Y dentro de esas féminas estaba Doña Rafaela.

Ambos se habían conocido en la primaria, y desde muy temprana edad Don Seferino ya daba cuenta del potencial de su cojudez: gastaba dinero de su almuerzo para engreír a su doncella a cambio de un “mañana trae más para invitar a mis amigas”, hacía su tarea escolar totalmente gratis (por ahí hubiese negociado al menos un besito, ¿no?) y hasta era sometido a humillaciones, como recoger del suelo todo lo que Rafaela tiraba adrede para dar cuenta a la clase de su poder sobre el pobre Don Seferino.

Las cosas no mejoraron en la secundaria, si es que algo había por mejorar de un situación tan terrible que ni esperanza había para un cambio. Algo interesante sucedió cuando la joven Rafaela se dio cuenta que ningún hombre se acercaba a ella: su trato con Seferino era tan terrible que espantaba a los chicos. El problema era que nunca había recibido ese primer beso que ya todas las chicas de su clase habían experimentado, y eso era algo que a Rafaela no permitiría. Peor aún si consideramos que sus compañeros ya se burlaban de ella al tildarla como “quedaba”, “aburrida” y “espanta hombres”.

Alguien debía besar a Rafaela y esta no tuvo mejor solución que jugar con los sentimientos de Seferino. Ella se acercó a su pupitre al final del recreo, aprovechando que todos regresan a la clase, para decirle que a partir de ahora serían enamorados y para autentificarlo debía besarla en la mejilla. Todos vieron la escena y se echaron a reír.

“¡Un beso en la mejilla me lo da hasta mi vieja!”, “No jodas, aún están en nada”, “Puro floro, todo está armado”, fueron algunas de las frases que se escucharon en el aula.

Seferino estaba en su gloria. Un beso en la mejilla a su amada por aquel entonces era tan excitante como tener sexo sin condón y con la pareja en cuatro en lo alto de una penthouse. Por su parte, Rafaela estaba aún más enojada. “¡Párate, imbécil, y bésame!”, le dijo a Seferino que aún no salía de su estupor. Ella lo toma del rostro, lo pone de pie y lo besa a la fuerza. El beso habrá durado unos cinco segundos, los suficiente para satisfacer al público y dar cuenta que Rafaela ya entró al exclusivo grupo de chicas que ya tuvieron cierta experiencia con el sexo opuesto.

Pero quien la pasó mal fue Seferino. No por el beso en sí, sino que reparó en el llamado de la naturaleza. “¡Mírenlo, tiene la pinga parada!”. Todos se partieron de risa, incluso Rafaela que desde entonces obtuvo la fama de besar tan rico que podía ocasionar tremendas erecciones. Para variar, Rafaela se salió con la suya.

La relación duró un mes. Rafaela ya tenía otro pretendiente, uno de verdad, y decidió acabar su relación justo en el mesario para decir a la muchachada que ya experimentó una relación algo estable. El problema fue el timing para hacer las cosas: en la misma carta de amor por el mesario incluyó el mensaje del adiós.

Seferino la pasó terrible. Su padre se enteró del enredo sentimental. “Vamos a Las Cucardas, cojudo. Te falta muchas cosas para ser hombre y con esto espero hacerte un favor”. Tal cual, ambos abordaron un taxi con la excusa de visitar un tío no habido hace cuatro años y enrumbaron al lugar donde el sexo tiene precio.

“Escoge la que tú quieras”. Seferino caminaba y caminaba, dio como cinco vueltas a todo el local y no podía decidirse por una puta. Aún estaba lloroso, con los ojos rojos, un aspecto de lástima terrible. Por fin se decidió por una. Entro con Estrella a la habitación y el padre hizo el pago correspondiente.

A los quince minutos de servicio, Estrella y Seferino salen de la habitación. “Señor, lo siento. No pude. Tenga el dinero de vuelta, no puedo hacer esto. Es que ya… Demasiado cojudo”. Estrella sintió haberle hecho un favor.

“Estás cagado. Ya vámonos y deja de llorar, mierda. Llora cuando se muera tu madre”.

Rafaela se fue con otro y Seferino, inquebrantable a pesar de todas las pistas, siguió enamorado de su doncella querida. Y así fue por el resto de la secundaria. Rafaela se mudó de barrio, perdiendo todo contacto con Seferino, y este último ingresó a la universidad.

Él había acabado con éxito la carrera de Derecho y consiguió una beca para estudiar en Estados Unidos. Tenía el pasaje comprado, las maletas hechas y el papeleo en orden. Todo estaba planeado, menos la aparición de Rafaela.

Doña Rafaela apareció con sus dos hijos en el estudio de abogados donde trabajaba Seferino. Ella no tardó en reconocerlo: nadie más usaría los mismos lentes y peinado de cojudo desde la primaria. Él recién pudo identificarla tras pedirle su nombre completo para sentar una denuncia por la herencia de su expareja, recientemente fallecida por sobredosis.

Sucede que Doña Rafaela tuvo una vida vertiginosa. Después de la escuela, Rafaela estuvo con tantos hombres como la dureza de sus labios vaginales pudiera permitir. Pero fue uno en especial que la embarazó en dos oportunidades. El primer niño llegó al mundo con la promesa de un matrimonio en los próximos meses a su nacimiento. El segundo niño sí llegó al mundo para recagarse en el buen augurio que trajo su hermanito. El dinero escaseaba, la salud empeoraba, él se dedicó a las drogas y la pobre Rafaela pasó de ser una simple joven escolar a una mujer que aprendía a ser madre a partir de las constantes crisis en casa.

Convivieron un par de años, los suficientes para que Rafaela pudiera pedir algo de la herencia teniendo en cuenta que nunca se casaron.

Pero para qué se entero Don Seferino de que el padre de ambas criaturas estaba muerto. “No te preocupes, Rafaelita. Yo veo esto personalmente y no te cobraré nada”. Regresó el mismo cojudo de la primaria.

Ambos se siguieron viendo después de esa primera consulta. Rafaela estaba cada vez más necesitada y Seferino hacía lo posible en los tribunales. Pero lo cierto es que para Don Seferino no era suficiente, nada era suficiente.

Trajo a la mujer y a sus dos hijos a vivir en su casa. Esto no hubiese sido todo un problema para Seferino si en algún momento se hubiese puesto a pensar qué opinarían sus padres y su hermana, quienes también viven en dicha propiedad. “Si quieres meter mujeres a la casa, ¡ándate a la calle!”.

Dicho y hecho. Seferino alquiló un departamento para vivir junto a Rafaela y sus niños por unas semanas, al menos hasta la fecha de su viaje a Estados Unidos. Pero entonces fue cuando Seferino dio lujo de su potencial para la cojudez: gastó del dinero de su beca para la escolaridad de los retoños. Y para cerrar con broche de oro: lo desheredaron de la familia, no ganó el juicio por culpa de la misma Rafaela -quien ya sabía de antemano que no ganaría el juicio, porque le mintió a Seferino sobre la calidad de su relación con el finado- y lo botaron del trabajo por ocultar su servicio gratuito a un cliente que había acudido expresamente a la empresa.

A pesar de todas las advertencias de sus amistades, Seferino siguió adelante hasta pedirle matrimonio a Rafaela a los nueve meses de conocerse. Rafaela hizo la técnica de la falsa sorpresa: se hizo la que no esperaba tremenda salvación cuando en todo momento trató de amarrar al pobre Seferino, aunque decir pobre es una modestia.

A la boda asistieron únicamente los familiares de Rafaela. Ni los amigos más cercanos de Seferino se aparecieron en la ceremonia, porque estaban hartos de insistirle que estaba siendo víctima del enganche tipo Forrest Gump: la flaca que se mete con todo el mundo para regresar con el mismo huevón sacando provecho a su deficiencia mental. No hubo insulto ni lógica para cambiar la decisión de Seferino, ya todo estaba listo para hacerse realidad.

Hoy viven en un departamento no muy lejos del barrio de San Miguel. A pesar de todas las cosas que ocurrieron, ambos son felices. Él sale cada mañana a su trabajo no sin antes besar a sus hijastros y a su esposa. Ella luego se dedica a hacer ama de casa y busca empezar un proyecto. Los niños -por su parte- tratan de asimilar la muerte de su padre biológico para volver a creer en la paternidad y no tuvieron un nuevo hermanito de la nueva relación de su madre.

Don Seferino dijo alguna vez que todo lo que hacía era por amor. Podemos decirle que eso no es amor, que es el resultado de una vida engañada, de una víctima por parte de una mujer que se salió con su propósito. ¿Pero acaso el mejor amor no es aquel que se entrega a las personas que no merecen ser amadas? ¿Amar acaso no depende de él aunque no sea correspondido? ¿Será acaso que dentro de sí sienta amor aunque nadie más lo ame? ¿Pero aún así sentirse feliz por dar amor a esa persona en concreto sin esperar nada a cambio?

Podemos decir muchas cosas sobre Don Seferino, pero en lo que sí algo concuerda todo el barrio es que es un excelente padre. Sí que ama a esos niños como si fuera sus propios hijos. Es un buen padre. Cojudo hasta la médula, pero el mejor padre de todos y me consta, porque es mi papá.

Foto: Giuseppe Milo – Flickr. Bajo licencia de Creative Commons