Tras bambalinas de la modorra
La mira sabiendo que en menos de cinco minutos caerá rendida a los brazos de Morfeo. Él apaga las luces e inútilmente se acuesta a su lado tratando de no despertarla. La empresa es imposible de por sí: un sofá no es el espacio adecuado para que dos personas pernocten plácidamente. Pero, digamos, que para ellos la comodidad es lo de menos, pues solo aspiran a despertarse juntos con un beso de desayuno.
Él la abriga con una ligera sábana y aprecia su rostro gracias al tenue haz de luz que se cuela desde las rendijas de la puerta. La mira como si se tratara de un cuerpo sacro digno de adoración. Se hace espacio en el borde para tratar de no tocarla, la mira con sumo detalle y la besa en la frente como anticipando algún mal sueño que pueda introducirse por su cabeza. Ella duerme, no hace más que respirar para seguir con vida en lo más profundo del REM, mientras él anda más preocupado por no despertarla. Ya agotado por el trajín del día, las 3:30 a.m. fue la hora en la que él decidió sumirse en la profundidad del sueño junto a su amada…
Ella despierta una hora después. Besó por breves segundos a su fiel compañero, pero él no respondía. Al menos, no como otras noches que ambos convivían en el mismo uso horario, pero esta vez fue distinto: el cansancio hizo que ambos vivieran en estados distintos del tiempo. Pone su brazo sobre el pecho de él, nota que su cabeza no reposa sobre la extremidad de su amado y, en la soledad producida estando acompañada, decidió recostarse dándole la espalda, dedicada a conciliar el sueño. Finalmente, lo logra.
Él despierta por dolor de espalda, nota que mitad de su cuerpo cuelga del sofá y percibe que ella se dio vuelta dándole la espalda: signo que busca mayor comodidad a costa de dormir juntos. Aprovecha en darle sendos besos por el cuello sin interrumpirla y pasa su brazo por debajo de la cabeza de ella para descansar por fin. Coloca su mano sobre el vientre de ella con la ternura más sincera, soltando un suspiro de ilusión por la felicidad futura. Acomoda nuevamente su cuerpo, se tiende de largo y cierra los ojos nuevamente. El sueño fue instantáneo.
Ella despierta nuevamente. Lo mira y se pega a su pecho apreciando la delicadeza que tuvo al estar despierto. Lástima que, en esos instantes, él era un autómata salvaje rendido en el descanso temporal. Ella lo besa por unos ratos con la esperanza que despierta, pero fue en vano. Una luz de esperanza: ve que saca su brazo, pero solo se trató de un acto reflejo, aún seguía sumido en sueño. Ella se arrecuesta nuevamente, lo mira por últimos segundos algo triste y cierra sus ojos.
Despertaron esta vez juntos con las secuelas del maltrato corporal por el reducido espacio. Se miran con los ánimos de una mañana con descanso intermitente. Él se despertó entristecido por no hacerle la noche placentera; ella, por la vana espera de la correspondencia de sus actos, ambos ciegos de la maravilla que sucedió tras bambalinas en sus respectivos sueños: los gestos de un amor incondicional cuando el cansancio carcome el cuerpo.
Finalmente, se despiden en tiempo récord. Él le pide en vano un beso de más; ella, el recibo del tiempo invertido en una madrugada de seis horas de duración. Pero, querido lector, no se preocupe por ellos. Solo dejaron de dormir para volver a soñar juntos.