Cuando cruzas la pista sin ver

De broma en broma… Hace ya poco más de un mes, justo para la Champions League, un buen amigo me pregunta sobre una tragedia personal. Lo sé, así es la vida que en los momentos más divertidos siempre hay alguien que te jale de regreso a tu mierda diaria. Lo peor es que no preguntaba en mala onda, sino por esa curiosidad que te invita compartir una mala experiencia con la esperanza de que te sientas mejor… Eso o porque es un chismoso del carajo. Quisiera pensar que fue por ambas cosas.

-Estaba hasta el reculo… Pero así hasta las huevas…
-Anda compa’re. Te cagaron feo.
-Cojudo, si hasta cruzaba la pista ya sin ver.

Mi amigo estalló de risa, pero lo que no sabe es que sí me ocurrió eso de verdad. Bueno, tampoco tan trágico… No en todas las pistas, pero sí en una de doble sentido que me dejó pensando al respecto cuando llegué a la otra vereda.

“Ya qué más me puede doler”.

Algo así me dije cuando caminaba en dirección a mi casa. La frase me dejó pensando…

¿Será que algo así sienten los suicidas? ¿Será que hay un dolor en la psique más terrible que ser atropellado, colgado, baleado, quemado o explotado?

Si el dolor físico pasa por las transmisiones nerviosas para que el cerebro detecte la sensación como “dolorosa”. Será, entonces, que el malestar mental es mucho peor, porque no hay nada que viaje por el sistema nervioso hasta el cerebro ya que el mal está instalado en él.

¿Cómo creer que hay un dolor más fuerte que el cerebro puede interpretar si el mismo cerebro ya está hackeado por la tristeza? Imagino que es algo así como ya pensar con dolor y eso sí que duele hasta el punto, quizá, de inhibirte al dolor físico.

Hace varios años, recuerdo, un experimento en el que comprobaron que un ser humano es capaz de tolerar más dolor físico cuando es maltratado psicológicamente (¿o era cuando veía imágenes violentas?). Me pregunto entonces cuál es ese umbral para que el malestar psicológico sobrepase al dolor físico hasta el punto de no sentir, de darte igual si te accidentas…

O lo que es peor, perder la sensibilidad incluso de atentar contra el instinto de supervivencia, porque ya existir duele.

Todo esto lo procesaba en mi cabeza hasta que la realidad me trajo de vuelta mi casa y supe que aún estaba lejos del umbral tras golpear la pata de la cama con el dedo chiquito del pie. Me dolió como la mierda, pero supe -sin psicólogo de por medio- que puedo seguir viviendo tranquilo.