Lo que nadie se imagina 40

A veces me pregunto qué aburrida sería la vida si es que no hacemos aquello que por motivos de estabilidad emocional evitamos a toda costa. Poner el pecho donde apuntan los fusiles gratuitamente. Ser algo así como un mártir de la nada. Un mercenario que nadie contrata y aún así va a la guerra.

A veces me pregunto… En qué mierda estaba pensando Menelao Hinostroza cuando decidió aparecer en el cumpleaños de Matilde Sánchez. Lo más insólito del asunto es que -por su bien- no debía ni siquiera haber aparecido en aquella reunión por más que lo hubiesen invitado. Sé que suena trágico, pero esa noche acabó siendo especial para quien sabía que nunca más iba a volver a aparecer en la vida de una mujer que siempre amó… Pero ella no tenía ni puta idea.

Menelao pasa por el asiento de cada familiar de Matilde. Portaba una impoluta camisa blanca con machitas, un jean bastante apretado que formaba bien sus largas y debiluchas piernas, y unas zapatos tan nuevos que el imbécil se olvidó de sacar la etiqueta. Saludó a todo el mundo, a la abuelita, a los padres, a los primos, a los hermanos… y a alguien de rostro desconocido.

“Menelao, ¿qué mierda te pasa? Todavía vienes elegante y con tu morral de siempre”, le reclamé en voz baja, casi en un susurro, mientras nos dábamos la mano.

“¿Dónde has visto tú que a un muerto lo entierren sin su mejor traje? Si me van a mandar a la mierda, que digan al menos que tuve un buen gusto por la moda”, respondió con una sonrisa pícara que me sabía a despedida, como si hubiese dicho adiós a la esperanza y solo quedaran las emociones instantáneas del presente.

Menelao se alejó de mí para acercarse a Matilde en el sofá. Ella irradiaba su luz con una sonrisa de eterno verano cuando en aquel entonces era invierno, y calzaba sus zapatitos viejos de siempre. Era divertido ver cómo estiraba sus piecitos como si fuera una niña incapaz de estar sentada con las extremidades en el suelo.

Hasta que alguien de rostro desconocido, el mismo que saludó a Menelao hacía un rato, llamó a Matilde para irse a fumar al patio. Mi amigo observa cómo Matilde se aleja y el rostro desconocido comenzó a tomar forma de algo, no de alguien, sino de algo, de una emoción que Menelao identificó al instante.

“Ya lo sacaste, ¿verdad?”, le pregunté no con ánimos de arruinar su buen humor, sino para que de una vez se deje que cojudeces.

“Sí… Estaba celoso. Me miró con una cara de odio”, me dijo Menelao mientras probaba uno de los bocadillos de la mesa. Los comía como si no disfrutara del sabor.

“Lo siento, loquito. Ya te imaginabas esto. No tenía idea que invitaría a su saliente a una reunión tan íntima y familiar. Al menos ya eres testigo de cómo se están dando las cosas”, le dije a modo de consuelo.

Menelao toma un largo sorbo de cerveza y asienta con la cabeza. Abandonó la sonrisa pícara para el resto de la noche.

Las horas pasaron y Menelao trataba de no hacerse notar. Noté que miraba a aquel rostro desconocido con cierta intriga. Quizá se estaba comparando, ver qué tenía él para que en el lapso de un mes le arrebatara el conato de un sueño que le tardó construir poco más de seis meses.

Será que las matemáticas nunca funcionan en cuestiones del amor, incluso con lo más básico. Uno más uno no siempre es dos. Y aunque seis meses supere a uno, quien hizo el cálculo finalmente no fue él, sino ella y eso es lo que más caló en la tristeza de Menelao así como en su argumento para olvidarse de una vez de Matilde: la incongruencia de sentirse nada, aunque en el fondo supo que no valoraron lo mejor que dio de sí.

Ya era hora de irse. Menelao, mi enamorada y yo pedimos un taxi para salir todos juntos. Matilde se quedó con aquel rostro desconocido. Era obvio lo que iba a suceder después, más aún cuando noté que el sujeto de rostro desconocido tenía en el bolsillo una cajita cuadrada muy parecida al envase de cartón de los condones. No sé si Menelao se dio cuenta de ese detalle. Nunca me atreví a contárselo.

“Espérame, debo hacer algo más antes de irme”, me dice Menelao con cierto apuro. La verdad es que estaba preocupado por lo que podía hacer, pero felizmente no ocurrió nada extraño. Solo desapareció unos cinco minutos.

El taxi llegó. Nos despedimos de Matilde y del tipo de rostro desconocido. Hubo un largo silencio en el camino de regreso a casa. El chofer subió el volumen de la radio.

Si alguien le pregunta cuál fue mi destino
no le diga a nadie que tomé el camino
de los que no quieren que los vean llorando
por causa de un amor…

Menelao se bajó del vehículo tras media hora de ruta. Aún faltaba una buena distancia para su domicilio. Dijo que quería caminar. Se despidió de manera escueta, me dio un billete de 20 soles sin reclamarme el vuelto y se perdió entre las calles de Magdalena.

A la mañana siguiente del cumpleaños, Matilde me llamó para preguntarme quién le había regalado un hueso nuevo a su perro la noche anterior. Le dije que no tenía ni idea, pues el can estaba encerrado en un dormitorio para que no fastidie a los invitados. Al rato corté la llamada y una luz de certeza vino a mi mente.

“¡Carajo, Menelao!”, grité cogiéndome la cabeza.

Desde esa noche del cumpleaños, no he vuelto a ver a Menelao hasta dos meses después. No le pregunté qué hizo todo ese tiempo. Imagino que parte de su luto es desaparecer así, de la nada para que nadie le pregunte qué mierda siente, pero hubo algo que me intrigó todo ese tiempo.

“Matilde me llamó al día siguiente de su cumpleaños. Me dijo que su perro tuvo un hueso nuevo, esos que venden en las tiendas de mascotas. Fuiste tú, ¿verdad?”.

Menelao volvió a hacer su sonrisa pícara.

“Sí, fui yo. ¡No pongas esa cara! Es que no podía irme así de la nada sin al menos despedirme del perro. Le dejé ese regalo, porque supe que nunca más lo volvería a ver y quizá el perro nunca entienda por qué desaparecí luego de haber jugado con él tanto tiempo. Algo más de medio año. Se hizo mi amigo y quizá sea el único que pregunte por mí en esa casa. A nadie más le interesé todo ese tiempo”.

Al rato Menelao me preguntó por Matilde. Le dije que no supe nada de ella desde su cumpleaños. Mi amigo asienta con la cabeza y volvimos a cambiar de tema…

Menos mal, porque le mentí.

No quise contarle lo siguiente, porque supe que la esperanza lo invadiría. Es curioso como la esperanza siempre parece bonita, pero puede herir el corazón hasta gangrenar el alma con ilusiones.

Mejor así, pienso, que la memoria de Menelao acabe con esa última noche sin imaginar que -efectivamente- las matemáticas le dieron la razón. Haberse arriesgado por alguien que conoció en un mes acabó siendo terrible para Matilde tras dejar de lado a Menelao que cuidó de ella con tanto cariño desde que la conoció hace seis.

¡Hasta pensó en su perro cuando supo que nunca la volvería a ver! ¿Quién carajo hace eso en estos días de amor frívolo e instantáneo?

Y hablando de eso último, el rostro del desconocido pasó a ser el de un cretino en la memoria de quienes se enteraron que él cortó con Matilde a través de un mensaje de audio por WhatsApp.

Eso sí ni las matemáticas lo previeron.