Lo que nadie se imagina 41
Hay rostros que aparentan ser duros para que nadie tenga idea del drama ajeno. Nunca me equivoco al reconocerlos y últimamente soy una imán para los hombres así, pero no creas que es algo de lo que me siento orgullosa. No quiero entrar en detalles, pero digamos escuetamente que me gano la vida interactuando con hombres de todo tipo. No hace falta precisar más.
Una noche llegó al bar uno de esos tantos rostros duros, pero a diferencia del resto de caretas artificiales que tiene la masculinidad, este tuvo cierta grieta que acabó siendo reveladora.
“Ven. Siéntate aquí y solo por esta noche serás Laura”.
Su mirada estaba clavada en los estantes de la barra. No me miraba a los ojos al hablar. Decidí seguir la corriente.
“Corazón, ¿qué puedo hacer por ti?”
Por primera vez volteó para verme, solo un par de segundos. Respiró hondo y miró el fondo de su cerveza sintiendo vergüenza.
“Solo quédate así. Déjame invitarte una copa. Pide lo que quieras”.
Será un cliente fácil, pensé. Los deprimidos son los más rentables para el negocio, pues están dispuestos a gastar lo que sea para sentirse mejor. Pero este deprimido no parecía como los otros. Este parecía que tenía algo personal con aquella Laura que esta noche vengo a encarnar en la extraña ilusión de un desconocido.
“¿Entonces me quedo aquí? ¿Así sin hacer nada?”.
Volteó una vez más. Esta sería la última de toda la noche.
“Sí. Quizá sientas que pierdes tu tiempo, pero descuida porque igual te lo pagaré. Dinero fácil”.
Acepté el acuerdo, aunque la intriga me carcomía por dentro. Dinero por hacer nada. ¿Buen negocio, verdad? En un punto me sentí mal y decidí echarle un vistazo de vez en cuando para que sepa al menos que me puede consultar cualquier cosa. No soy psicóloga, pero tampoco soy tan miserable para aprovecharme de los deprimidos. Eso sería cruel.
El tiempo de mi servicio estaba por concluirse, así que me acerqué para advertirle que ya me iba. Ya era hora de volver a casa tras un arduo turno de seis horas. La noche dejaba de ser tan oscura.
“Entiendo y gracias por todo. Haz hecho bastante”, me dijo siempre mirando a los estantes de la barra.
La miré tan extrañada, porque nunca me había pasado algo así.
“¿Pero gracias de qué?”, le pregunté.
“Por haberme visto estando solo. Fuiste testigo de mi soledad, la prueba viviente de que efectivamente alguien sabe que estoy solo”, me dijo mientas sacaba el dinero para pagar la cuenta y mi servicio.
“¿Y quién es Laura?”, volví a preguntar.
“Laura es mi ex esposa, solo que a veces me gusta imaginar que está conmigo, que está viendo mi soledad con la intriga de saber qué siento”, respondió sin darme oportunidad a otra pregunta más. Se levantó raudamente y se dirigió a la puerta.
Nunca más lo volví a ver.
Esa vez salí del local con cierto orgullo. Ser un testigo de soledad no es algo que ocurra siempre. Hasta creo haber sentido cierta ternura, porque incluso en su soledad me hizo sentir especial. Por aquel entonces no me había dado cuenta, pero todo ese tiempo yo también estaba sola… y ciertamente siempre lo estoy, a pesar de que viva rodeada de hombres interesados en mi cuerpo.
Compartir la soledad. Me pregunto si eso es más íntimo que el sexo. Imagino que sí, y eso que tuve mucho sexo en mi vida.