Lo que nadie se imagina 39

Cómo olvidarme de aquel imposible. Hace algunos años, no menos de cinco ni más de diez, hubo una pichanga entre los chicos del barrio. Fue un minicampeonato, ya ni recuerdo cuántos jugaron, pero lo había organizado la Municipalidad de San Miguel. Hasta el alcalde fue para hablarnos de cómo el deporte ayuda a la juventud para que evite la mala vida…

Tremendo cojudo, si supiera cuánto ‘drogo’ había por equipo. Felizmente no hubo antidoping, sino se cancelaba la huevada por walk-over. De hecho, esos tipos eran los que mejor jugaban… Pero en fin, ese no es el asunto que vengo a contarte.

Era el partido final. Jugábamos los “Malditos de Pando” contra los “Injertos de Castilla”. Aún no entiendo qué teníamos en la cabeza para elegir clubes con nombres de bandas delicuenciales. Cómo habrá sido de escandaloso que la policía solicitaba los nombres de los jugadores para ver si alguno estaba requisitoriado. Digamos que tampoco la cara nos ayudaba para aparentar ser buenos chicos.

El partido inició con toda la parafernalia de las grandes pichangas que solo la gente humilde sabe celebrar: cajas de cerveza al borde de la línea, matracas haciendo bulla por doquier y papel pica-pica sobre casi toda la cancha de cemento.

Sobre las cabezas de los doce jugadores caía el sol de las cinco de la tarde. No hacía mucho viento, a pesar de que el partido se jugaba cerca al mar de la Costa Verde.

No sé bien cómo recuerdo esas cosas, porque mi memoria suele ser pésima, e imagino que toda la escena está tan fresca por lo que sucedió faltando cinco minutos para el cierre del partido.

El partido iba dos a cero a favor de los “Injertos de Castilla”. Ellos prácticamente estaban encerrados en su área, ya no podían atacar por lo extenuados que estaban. Desde la banca, los suplentes y los hinchas gritaban para que el árbitro liquide el encuentro, pero el juez del tiempo no se dejaba presionar. Cinco minutos y contando para el cierre. Señores, había que esperar.

En eso veo que uno del equipo de los “Injertos de Castilla” pide entrar al campo. Se trataba del Negro Pelé, un viejo conocido que se ganaba la vida en la compra-venta de cachivaches. Una vez le vendí un televisor viejo, recuerdo.

La cuestión es que el Negro Pelé entra a la cancha convertido en una fiera, tanto que ni tuvo ni el tiempo de limpiarse la nariz de ese polvo blanco. Sus más fieles admiradores creen que se comió un alfajor antes de entrar al terreno de juego.

Faltaban cuatro minutos. Nuestro equipo seguía intentando contra el arco de los “Injertos de Castilla”, pero la defensa comandada por el Negro Pelé hacía que todo intento sea en vano.

Luego faltaban tres minutos. Cada segundo contaba y el Negro Pelé ya parecía tener los ojos desorbitados. Su piel ardía. Su mirada estaba fija en el balón. Sus movimientos eran cada vez más bruscos. Si creyese en la combustión espontánea, diría que el Negro Pelé estaba por explotar…

Y explotó.

“¡Ya mierda!”, gritó al dar un tremendo puntapié al balón a manera de despeje.

La pelota salió disparada en dirección al cielo. Todos vimos cómo esta seguía elevándose hasta alcanzar las nubes.

Los jugadores en la cancha nos mirábamos las caras con una interrogante en los ojos. El Negro Pelé, por su parte, estaba tieso mirando el vacío con un gesto de furia. Ni se daba cuenta de lo que había hecho.

El árbitro observó su reloj, notó que faltaban dos minutos y medio para que acabe el partido y se puso el pito entre los labios con un gesto incrédulo echando un vistazo al cielo. Me acerqué para preguntarle qué sucedía, por qué no pitaba como si el balón hubiese salido de la cancha.

“Es que no ha salido. El balón está allí en el aire, aún sigue elevándose y no ha sobrepasado los límites de la cancha… O sea, la pelota sigue en juego. No puedo hacer nada hasta que el balón caiga o salga efectivamente de los límites del terreno de juego”.

Los “Injertos de Castilla” ya se sabían campeones y alzaban al Negro Pelé mientras este seguía igual de tieso como lo dejamos en la cancha, con el mismo gesto de furia concentrada. Nuestro equipo, en cambio, buscaba información en Internet desde nuestros celulares para saber si lo que estaba sucediendo era legal.

A pesar de ser cinco cojudos buscando la misma información, nada pudimos hacer en los dos minutos y medio que faltaban para que el partido concluya. El manual oficial de la FIFA era bastante extenso. Había uno que hasta quería llamar a su hermano que es abogado, pero nada pudimos hacer.

El maldito balón no bajó a la cancha hasta siete minutos después de haber sido pateado por el Negro Pelé, el tiempo suficiente para que el árbitro finiquite el partido dando la victoria a los “Injertos de Castilla”. La intriga fue más poderosa que la desazón de perder de esa manera tan insólita.

Aún hoy nadie sabe con claridad qué sucedió. Yo me tomé la molestia de guardar el balón a modo de evidencia de lo que hizo el Negro Pelé, quien pasó a ser una leyenda en el barrio. A veces trato, en mis tiempo libres, de emular la patada del Negro Pelé, pero a lo mucho sobrepaso la altura de un poste de alumbrado público.

Todo el mundo se acuerda de lo que hizo el Negro Pelé, menos el mismo Negro Pelé. Dice no recordar nada, ni siquiera del alfajor que se comió antes de entrar a la cancha. A mí me puede decir muchas cosas, pero estoy convencido de que eso no era un simple alfajor.