Donde te imagino estar
Por las noches, bordeando casi siempre la madrugada, veo el rayo de luz que se filtra por las hendiduras de tu puerta y me acuerdo de tus pies descalzos en la cocina, de tus ojeras por las noches en vela, de tus pijamas grises e improvisadas, de la seriedad en tus ojos al debatir en la mesa sobre una vida mejor, de tus historias ambientadas al otro lado de mi horizonte.
Es entonces cuando en plena oscuridad te invento una vida por cada día que pasa. Te imagino durmiendo con la luz encendida o metida de lleno en tus pensamientos mientras tratas de conciliar el sueño. O charlando aparentemente molesta por el teléfono en una idioma que de romántico no tiene nada cuando sale de tus labios. O leyendo tus obligaciones con demasiada anticipación porque siempre fuiste así: brillante de ideas y exigente para las cosas.
Así te vengo imaginando incluso cuando me preparo para dormir, porque aún trato de alejarme lo más posible de la delgada pared que nos separa debido a que tu cabeza descansa a unos cuántos centímetros de la mía y el menor golpe puede interrumpirte el sueño.
Y si te imagino tanto es porque no estás allí donde deberías estar: descalza en la cocina, al otro lado de la mesa y de las paredes y de la bendita puerta cuya luz entre sus hendiduras te traen de vuelta por las noches. Por más que alguien viva ahora en el mismo dormitorio que abandonaste, tu memoria aún le pertenece a los espacios que compartimos por tan breves pero inolvidables momentos, porque contigo aprendí que conversar debe ser un derecho universal de la humanidad.