Besitos de noche

La última vez que me hablaron de amor estaba llorando como un niño recién violado en la esquina de una cama de hotel, al lado de una asesina de ilusiones que -bella, desnuda e imperturbable- se fumaba el último cigarrillo que me quedaba en el abrigo. Lucía de piedra, fatal hasta en las gotas de sudor que se acumulaban en su pecho desnudo. Su sola presencia en la habitación oscura, iluminada por un foco que cuelga del techo por medio de una cable pelado, me hacía sentir más inútil que el condón usado que yacía sobre el suelo.

Su silencio es un grito que corroe mis entrañas, me pudre por dentro hasta la nausea. Perdió su humanidad tras el éxtasis del choque de carnes y huesos, de saliva y labios… de semen y sudor.

“Ya lárgate…”

En sus ojos hay un odio del cual creo no merecer, pero que ahora agradezco. Vileza pura que de ti aprendí lo mejor de lo peor del suspiro nocturno entre dos: la yuxtaposición del deseo y las emociones. Que de amor la gente no se reproduce. Eso solo eran cojudeces.

“Dame un rato…”

Recojo mis vergüenzas del piso, levanto lo poco de alma que me queda sin atreverme a verla. Le dejo sobre la mesa -donde descansa una estampilla de Santa Nefixa, la patrona que cuida de sus noches laborales- el dinero acordado e insuficiente para mis propósitos de la ocasión: cachar sintiéndome enamorado.

Foto: June90190 – Wikimedia Commons. Bajo licencia de Creative Commons