El hombre del saco de yute (11)

Karem pasó la noche deambulando hacia ningún lado. Haber visto el nombre de Jano en la pared fue una dosis de adrenalina suficiente para desvelar toda la noche, incluso andando en la intemperie con un dolor indescriptible.

Sí, un dolor extraño que ha estado sintiendo en el vientre desde la madrugada, pero que de alguna manera la hacía sentir feliz, como si esa molestia fuese catártica y hasta pariese una pequeña muestra de amor ahogado en su cuerpo. Una sonrisa descriptible se dibuja en el rostro de Karem mientras camina ya despreocupada por quién encuentre, una extraña fuerza universal la ha poseído.

La ausencia de Jano parece un recuerdo lejano, pero presente. Quizá no trágica, pero si presente como una luz intermitente en medio de la neblina: una silueta luminosa y lejana que revive en cada par de segundos para hacerse extrañar y a la vez revelar que nunca se ha ido.

Karem camina un par de pasos más hasta que cae cansada sobre una banqueta de un parque en Miraflores, exactamente en el Parque Kennedy. Los gatos abandonados que merodean por el lugar se acercan para hacerle compañía. Karem pasa su mano sobre uno de ellos, desliza su palma desde la cabeza hasta la cola del animal. Este último roza su cabeza sobre las manos tibias de Karem para pedir más cariño o como si devolviera el gesto.

La mañana se hace más fría y el cansancio ya comienza a pasar factura. Karem extiende sus piernas sobre la banca y descansa su cabeza para echarse a dormir lo más cómoda posible. El dolor en el vientre comienza a desaparecer y cree que ya es momento para tomar su última pastilla que tenía en el bolso. El empaque de la pequeña cápsula invisible es de color rojo. Siendo la última que tiene para consumir,

Karem sabe bien que no tendrá mayor oportunidad de sobrevivir sin su adicción. Lo piensa mil veces en cuestión de segundos, pero ya el tiempo no haría cambiar de opinión a nuestra personaje.

Desenvuelve el empaque y traga su contenido con los ojos cerrados, no los abre hasta que sus ojos observan el cielo profundo, delineado por las extensiones de las ramas de los árboles. Karem pasa sus manos por su vientre y su dolor comienza a arder de repente. Ella no se apresura en desesperarse, solo se calma, respira hondo y disfruta aquel dolor que el amor hace placentero.

A nuestra compañera de la historia se le agudizan los sentidos, logra escuchar todo lo que le rodea en un radio de diez kilómetros. Entre todas las voces, hay dos en especial que la sumen en el deseo de poderlas tocar.

Una de esas voces es fácil de reconocer, la otra resulta difícil, porque es aguda y nunca antes la había percibido. Y aún así sentía cierta familiaridad con esa vocecilla que parece la mezcla de otras dos.

El hípersentido comienza a reducirse y Karem se sume en un sueño profundo, pero con la nostalgia de haber estado tan cerca de quien acude a su imaginación para luego desaparecer. Lo párpados hacen de la mañana una densa noche para Karem. Se recuesta y uno de sus brazos cae de la banqueta para ser lamido por los gatos callejeros.

Nunca sabremos con certeza en qué sueños divagó Karem a causa de la pastilla invisible que tomó. Solo podemos notar sus gestos a la hora del trance, pero nunca qué imágenes y sensaciones se generaban en su imaginación. De pronto, pequeños sacudones desordenan su placentero viaje hacia lo desconocido. Siente en el cabello pequeños tirones que interrumpen su sueño, pero se resiste a abrir los ojos.

En cierto instante, ella tuvo miedo de siguiera abrir sus ventanas del alma por temor a no ver lo mismo que por última vez observó. Pero los tirones no dejan de fastidiarla. Ya cansada de los pequeños tirones, abre los ojos y da por última vez el respiro de una vida que, a partir de allí, comenzó a ser otra.

Foto: photosammich – DeviantArt. Bajo licencia de Creative Commons