El hombre del saco de yute (7)
¿Qué eran esas manchas rojas que rodeaban el suelo del generador eléctrico abandonado, donde Karem había dormido plácidamente? Esa pregunta seguía en la cabeza de la joven sin temer lo peor. En realidad, no había mucho que comparar a “lo peor”, si es que su compañero de callejuelas parecía haberla abandonado.
Luego de levantarse de la supuesta cama de cartón de leche y manzanas, dobló el anuncio como un tubo y lo entrecruzó en su morral. Se limpia los ojitos con las mangas de su casaca y acaricia sus mejillas para calentarlas un poco. Mira hacia el suelo sin descifrar qué eran esas manchas rojas, que no yacían frescas en el suelo, sino coaguladas y mezcladas con polvo.
Era inevitable ver el espacio donde supuestamente debió echarse Jano. Incluso en la ausencia de las cosas, la memoria de Karem reinventaba la historia y veía en vivo la figura de Jano abrazándola por la noche. Pensar eso hacía que ella tiemble y sienta terror a enamorarse, pues cómo hacerlo de alguien que de la noche a la mañana desapareció. Rendida a comprender la situación real, se rascó la frente tratando de aliviar su mente con malos pensamientos. Metió su mano derecha al morral para buscar entre sus cosas la medicina de un alma herida. Lástima para que no logró hallar lo que venía buscando: fue interrumpida por guachimán.
-¿Qué haces acá? ¿No sabes que estás en una zona residencial? Ya, anda vete, aprovecha que no hay policías para denunciarte-, amenazó el guardia de la cuadra, vestido con su traje café y con los ojos pequeños, se acababa de despertar.
Karem lo mira en silencio sintiendo culpa por no haberse dado cuenta dónde había decidido dormir. No quería fastidiar a nadie con su presencia, pese a que quienes viven en la calle, la propiedad privada es un pedazo de cielo que merece ser de todos. A pesar de los principios fundamentales, nadie tiene el derecho de quitarnos el sueño, aunque sientan que no puedan dejarnos dormir.
El susto hizo que olvide por unos ratos lo que buscaba en su morral. Caminaba rápido con cierta pena al mercado más cercano para tomar desayuno, el más barato que haya, pues se dio cuenta que el dinero no era suficiente, a pesar que tiene las monedas ganadas por Jano el día anterior. “¿Por qué no se llevó todo su dinero, si es que pensaba desaparecer?”, se preguntó.
Un lado de ella quería preocuparse por la desaparición de Jano, pero el otro quería evitar mayor compromiso con quien conoció desde hace poco. Sus aspectos racionales trataban de interpretar la realidad, cuando en realidad sentía emociones dispares a lo que es “correcto” sentir ante la ausencia de quien… Eso, ¿de quien qué? Karem no podía completar la descripción al ser una ensalada de emociones por las estrechas calles de Lince. En suma soledad, a unos cincuenta metros del puesto de caldo de gallina, se convenció de que lo correcto era que él se haya ido. No hizo más que desordenar su rutina, alterar sus espacios donde dormía, hasta golpear a un guardia de seguridad con un bastón de madera, ¡algo que en su sano juicio hubiese imaginado!
A pesar de los argumentos muy racionalizados, habitaba en ella un desvarío: se sentía ansiosa en las situaciones donde se encontraba a sí misma, como ahora, que come en silencio su desayuno para iniciar el día. Por momentos, miraba algún punto vacío del panorama para sumergirse en sus pensamientos, temblaba por momentos, aunque su mente se sienta segura contra remordimientos futuros.
Tragaba los últimos sorbos del platillo, absorbía los fideos haciendo el menor ruido y dejaba el dinero sin mayor cuidado por la propina. Se levantó de la silla larga y continua donde también habían tres comensales más. “Me pregunto si a él le hubiese gustado comer aquí”, se preguntó Karem para luego soltar una sonrisa nerviosa, señal de que pensaba en alguien a quien trataba de condenar al olvido. Parecía ilógico, de alguna manera, estas reacciones de la joven quien caminaba bien aferrada del último detalle que Jano hizo antes de desaparecer. “¿Le habré dicho algo malo? ¿Qué hizo yo?”, se preguntaba amargada, aunque con cólera a sí misma por hacerse preguntas como esas por alguien que ha desaparecido.
Caminó por unas tres cuadras más del mercado, mirando algún desprevenido a quien venderle sus pastillas de la vida, trocitos de papel vacíos que contenían el misterio de la felicidad, dependiendo del color de la envoltura. Se acordó de lo que estaba buscando en la mañana antes de ser interrumpido por el guachimán. Mete nuevamente su mano derecha al bolso buscando lo que tanto necesitaba. Eran momentos de angustia extrema, el bolso se sacudía con fuerza como si fuese una adicta que buscaba el antídoto y veneno de su necesidad, pero de una sublima enfermedad: el mal de la sonrisa espontánea, del letargo enamoradizo censurado por la ausencia repentina.
Temblorosa coge entre los envoltorios el papelito que deseaba. Sin dudarlo, abre la envoltura con fuerza y deja caer su contenido vacío a la lengua de Karem. Desde ese momento, ella siente el alivio que el comprimido de aire debería hacerle al alma. Respira rápido y las ansias se rinden al efecto placebo de la pastilla.
-¿Se encuentra bien, señorita?-, un canillita se acerca donde Karem dejando de lado sus periódicos. La toma del hombro para medir su equilibrio, parecía que la joven se iba a caer de un descuido.
-Sí, ya estoy bien-, dijo sin ver a los ojos al canillita. Mira hacia el horizonte, donde se pierden los edificios en una mancha gris. Se soba uno de los ojitos y bota al suelo la envoltura roja de la pastilla que acababa de consumir.
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