El hombre del saco de yute (6)

El alférez Sergio Carranza se soba los ojos por el sueño y maldice su trabajo. En realidad, maldice a quien tiene al frente: un pobre vagabundo que se metió en problemas. “Si no fuera por este estropajo, estaría en la cama ahora con mi mujer”, pensó Carranza mientras enciende la computadora para registrar los datos del detenido, quien tiembla de frío en la Comisaría de Lince, sentando en una silla de metal gris y espuma ya desconchada por el tiempo.

La luz blanca del cuarto de detenidos hace que los rasgos de Jano sean más pronunciados, la sangre de un color rojo mucho más vivo y los moretones más morados de costumbre. Aún no era llevado al doctor antes de ser procesado por los oficiales, ¿a quién diablos le importar la vida de una escoria social? Eso deben pensar los vecinos de Lince, quienes durmieron tranquilamente durante el arresto de Jano que trató de cuidar el sueño de Karem hasta el último segundo.

-¿Nombre?-, pregunta Carranza mientras bebe un sobo de café. No se toma la molestia de mirarlo a los ojos.
-Jano-, responde el vagabundo sin quitarse la mano del pómulo derecho, cual está roto y necesita ser cosido.
-¡Nombre completo, carajo!-, replica el oficial, ahora sí levantando la mirada para intimidar a Jano, para que hable lúcido, sin morder las palabras.
-Jano, señor-, contestó nuevamente cerrando los ojos, tratando escapar del lugar aunque sea por un segundo dentro de su imaginación.

Carranza se levanta furioso de la silla, cansado del sueldo de mierda que recibe y tener que pasar más horas en la oficina por culpa de un inepto. Se acerca donde Jano para jalarle del cabello y alzar su mirada. Este seguía con los ojos cerrados para no escapar de su mundo, en el que la mano de Karem cuidado de su profunda herida.

Lo peor del cuadro es que Jano decía la verdad. Es decir, esa pobre alma no tenía apellido, porque así nació, sin algún título nominal como descendencia. Poco le importaba el orgullo machista del apellido, solo quiere que su niña -porque desea que sea mujer- se parezca idéntica a la madre, aquella mujer con quien algún momento compartirá la mitad de su vereda cada noche al dormir. No tendrá muchos lujos, pero de lo poco que tiene, conmueve su afán de compartir.

-¡Tu apellido, dime tu apellido!-, gritó Carranza, harto de tener que esperar, de seguir con su oficio de policía. Descargaba su frustración sobre Jano. Saber el apellido era lo de menos, solo quería golpear. Lo necesitaba.
-¡Ya, Carranza, detente! Lo vas a matar al huevón-, el teniente Antonio Salazar salió a la defensa de Jano. Siendo superior de Carranza, entendió la rabieta del subordinado. Le recomendó que escribiera cualquier apellido, que eso no importa, porque el detenido no tenía antecedentes. Como no hay denuncia de por medio, el caso pasaría al olvido a la mañana siguiente.

Jano se recuesta inconsciente en el suelo, casi no puede respirar. Se lleva una de las manos al bolsillo para sacar un trocito de papel para meterlo a su boca. Los policías se limitaban a discutir sobre qué hacían con el detenido. La hora premiaba, ya iba a amanecer, así que mejor era dejarlo donde otras autoridades para limpiarse las manos. La solución resultó sencilla: mandarlo al hospital para que cuiden de su herida.

-Como emergencias siempre está copado, eso nos dará tiempo para echarle tierrita a este tema-, dijo Salazar, quitándose los lentes para leer y parpadeando con fuerza para quitar el cansancio de sus ojos.

Acto seguido, Carranza miró inmediatamente a dos cabos que aguardaban en la puerta. Bastó solo un movimiento de ceja para que se acercaran donde el cuerpo rendido de Jano para levantarlo sin mayor cuidado y estamparlo contra el asiento trasero del patrullero.

Jano comenzó a recobrar la consciencia nuevamente. Le dolía la cabeza y sentía cómo el temblor del carro hacía pequeños golpes en su frente contra el vidrio del vehículo. Observó por la ventana para saber dónde estaba. La luz de la mañana lo cegó por unos instantes, pero pudo identificar las columnas grises y reglas oxidadas del Hospital Nacional Arzobispo Loayza. Cierra nuevamente los ojos suavemente, extrañando hasta los huesos a Karem. Nada de esto hubiera ocurrido si Jano no hubiese sido tan impulsivo para hacer sonreír a su engreída. Los dos oficiales que están en los asientos delanteros del patrullero conversan en voz alta.

-El jefe Salazar bien pendejo. Mira hasta dónde mandó a este huevón para que no frieguen a la comisaría de Lince. ¡Qué fácil es solucionar el problema de un distrito mandándolo a otro!-, dijo el guardia, quien soltó una carcajada tan estruendosa que silenció la bulla de la radio y las bocinas.

El vehículo entra emergencias, un largo patio gris donde enfermeras entran y salen con camillas a toda velocidad, tratando de asistir a todos los heridos de una madrugada sangrienta. Jano es sacado a jalones y echado sentado sobre una silla de ruedas. Los guardias no se molestaron en llamar a una enfermera, solo lo dejaron ahí sentado sin mayor cuidado, como quien saca la basura por las noches con la esperanza de que desaparezca el día siguiente.

Jano se quedó sentado, inmóvil, sobre la silla de ruedas. Miraba a los ojos a las enfermeras esperando que ellas voltearan a verlo a los ojos, así verían su necesidad de ser curado del profundo corte que tenía en la cara. Nadie le prestaba atención. Entre tantos enfermeros y heridos de gravedad, la presencia de Jano solo era una alma más en ese purgatorio que reza por salud, por querer vivir un día más.

Sin darse cuenta, la silla de ruedas de Jano es movilizada sin que él se de cuente. Ve hacia atrás y observa a una bella joven de bata blanca, de piel blanca como el papel que traga cuando siente hambre. Su rostro dibuja una singular sonrisa de oreja a oreja. No le pregunta nada sobre qué sucedió con su cara, solo lo conduce donde una doctora atendía a un niño herido de bala en el brazo derecho.

La desconocida y bella joven se acerca donde la doctora que prepara la aguja para coser la herida del menor. Ambas mujeres observan a Jano todo compungido en su silla, temiendo que será nuevamente golpeado por no tener las respuestas correctas. La bella joven se acerca donde él, lo mira a los ojos y siente una paz en el corazón. Jano sigue callado y esconde una lágrima por el cariño, aunque sea de una desconocida, podía recibir. Temblaba como si sintiera fría. Su único abrigo era la suave mano que la joven posó en el hombro de Jano. Este mira la bata de la joven con mayor detenimiento, se da cuenta que no es una enfermera cualquiera, sino una psicóloga, como refiere su tarjeta de identificación calzada en el bolsillo derecho. “K. Echazú”, logra leer Jano, aplicando toda su memoria para recordarla por una eternidad.

La psicóloga abandona la sala sin mayor cuidado, perseguida por la mirada de Jano hasta desaparecer a unos cinco metros. La doctora que atendía al niño malherido se sienta por unos momentos mientras despacha a la preocupada madre. Se despiden tranquilos, ya que el bala solo dañó la piel del párvulo.

-Ahora es tu turno. Acércate, veo que tienes la cara toda hinchada-, dijo la doctora sin preguntar el nombre del paciente. Jano se pregunta a cuántas personas habrá atendido la señora como para perder el tacto de preguntar a quienes atiende.

La doctora saca una gasa de un estuche blanco, cual moja con agua oxigenada para limpiar la herida. Jano se queda inmóvil en la silla, no siente nada de lo que la doctora hace en su rostro, por lo que se calma por unos instantes, imaginando que esa sustancia mágica unirá su piel. Más equivocado no puede estar.

-Ahora vamos con la aguja. Serán un par de puntos, nada de qué preocuparse. Sí que te debieron dar duro para que llegues a botar tanta sangre-, dijo sin mayor compasión. Solo fingía sentirla para hacer sentir a sus pacientes que le importa. En realidad, solo espera el sueldo de fin de mes para atender a sus tres hijos, todo con un padre ahora desaparecido.

Jano no pudo apreciar bien el delgado y punzante instrumento metálico que está por perforar su piel. Apenas atraviesa su dermis, hace un leve quejido de dolor, aprieta las manos y aprieta los dientes para simular el dolor. Se muerde parte de la lengua para transmitir el dolor hacia otra área del cuerpo, pero le resulta imposible. Ese agudo dolor lo tuvo que sentir durante la unión de los cuatro puntos.

-¿Ves? No fue tan malo, ¿verdad?-, dijo la doctora, quien se preparaba para sentarse en una de las esquinas de la camilla para despachar al recién curado. Jano la mira con terror, su piel aún siente las punzadas de la aguja, como si una mandíbula de metal perforara la mitad de su rostro. Este mira el suelo, no responde a la pregunta de la doctora.

-¿Algo más te duele? Veo que no quieres hablar, pero siento que tienes algo más grave que esa herida en la cara-, afirmó la doctora que seguía sentada, pero ahora inclinada para observar más de cerca al paciente.
-Sí, señora. Me duele la vida-, contestó Jano masticando algo que parecía chicle, solo que más duro y menos jugoso. Era un trozo de papel.

Foto: Tom in Austria – Blogspot. Bajo licencia de Creative Commons