El hombre del saco de yute

Esta es la primera de 12 entregas de un cuento que comenzaré a publicar cada fin de mes. Ahora que he vuelto a leer el texto, me sorprende la dedicación que tuve para emprender esta nueva aventura literaria, cual inició a fines de febrero con la aparición de una musa increíble. Agradezco a quien inspiró estas líneas sin haber imaginado siquiera toda la creatividad que despertó en mí con su sola presencia.

Gracias, Karla Echazú.

Cubierto de cartón corrugado, Jano despierta a la hora en que la neblina despejaba la ciudad. Aún era de noche, no concilió el sueño, ya tres veces la policía lo golpeó por su derecho más humano: la libertad de soñar, no de dormir en lugares públicos.

La luz amarilla de las farolas hirieron sus pupilas, sus ojitos se hicieron botones y fueron sacudidos por sus manos sucias. Miró a la única estrella que había en el firmamento, la miró como los condenados que añoran la piedad de la justicia divina. Se persigna por seguir vivo sin saber qué dios se apiadó de él, mete sus viejas anotaciones en un saco de yute y camina en dirección a cualquier lado, inocente de sus pasos, tropezando con las veredas más chicas. No imaginó que en su andar sin destino encontraría justamente eso: un destino.

Barranco ya se había echado a dormir: la única alma en pena sobre las cerradas calles era la de Jano, quien no tuvo nada qué meterse a la boca durante el día. Jano era víctima de sus adicciones, paupérrimo por donde quieras verlo, pero detrás de su sonrisa indemne traía consigo un puñado de poemas que eran su tesoro, su droga que lo mantenía vivo en tiempos de hambre. No es un secreto que haya comido los bordes de esos papeles para paliar su hambre. Pero no es el hambre que tú crees, ese que nos revuelve el estómago hasta la úlcera, sino algo peor que ningún médico logró diagnosticar en Jano.

Conseguir comida real era fácil para él. Dedicaba unas ocho horas a hacer lo que sea: desde limpiar los vehículos aparcados con su propia ropa hasta dibujar conatos de retratos con plumón para regalarlos a quien se apiade de su pobreza. Aunque no trabajaba en una oficina, dedicaba igual ocho horas para su subsistencia. Hasta ser pobre es un trabajo, eso piensa Jano, reconocible a kilómetros de distancia por su cabellera larga, amarrada por una pañoleta negra y con harapos grises gastados por la brisa del mar. Lo más característico es su calzado: solo tiene una zapatilla All Star roja en el pie derecho, mientras que el izquierdo está cubierto por una bolsa plástica de supermercado. Para evitar laceraciones en la planta de sus pies, adoptó un sistema de horas para cambiar los calzados de cada pie, así equiparaba el maltrato de la áspera vereda.

Jano camina por el centro de la desolada pista, viendo las viejas casonas, oscuras y abandonadas, que parecen observarlo con cierto complejo de caridad. Su sombra ahora se proyecta sobre los oxidados rieles de un viejo tranvía, cerca a la plaza central de Barranco. La oscuridad parece tragarlo sobre un montículo de cemento, el panorama natural de las ciudades de cemento. Una luz brilla en medio de la tiniebla, una gran fiesta, parece, a lo lejos, exactamente en una vieja casona transformada en galería de arte.

El frontis está cercado por una alta reja negra y una serie de columnas blancas hechas de piedra. En el interior, puede verse a grandes señores deleitándose de obras surrealistas, inexplicables a su ojo ignorante, pero lo suficiente sofisticado como para pavonearse que han visto “arte”. Eso era, una exposición de arte. Jano se acerca donde el portero, sacó su bolsita de yute.

-No, aquí no queremos caramelos-, dijo el guardia de seguridad, uno muy alto, calvo y un traje negro. Ni siquiera miró a Jano para darle su negativa.
-No son caramelos, son papeles. Es decir, mi papeles con poesía. Son de hace…
-No me interesa, imbécil. Anda para allá, que la fiesta está por acabar-, ahora sí lo miró, con asco por su barba crecida, y trató de intimidarlo sin tocarlo. Quién sabe qué enfermedad podría contagiar.
-¡Pero si esto es una galería de arte! No entiendes, tengo hambre…- Jano no se toca el estómago, sino el corazón.
-¡Que no me interesa!- Gritó el guardia, dándole un empujón, aprovechando de su fuerza y que ningún policía estaba a la vista para detener su abuso. Jano toma aprieta su bolsa de yute para que ningún papel se escape, incluso cuando cayó con fuerza sobre un charco negro que se ubicaba entre la vereda y la pista.- Si tienes hambre, anda traga, cómprate comida, pero no jodas.

Jano alza la mirada, comprueba rápidamente que su cuerpo estaba sano, solo le duele el codo izquierdo. Nadie más cerrado de mente, como ese guardia, pudo comprender que hay hambrunas que el estómago no logra paliar. Echado todavía en el piso, ve cómo los caballeros de traje sacan a sus damiselas por la puerta grande, muchos de ellos ebrios, con rostros hechos de mueca. Y ellas, bellísimas, vestidas de blanco, verde y negro, con el cabello recogido, desnudando la espalda a la noche. Pero había algo que la brillantina y el perfume caro no lograba completar esa imagen ideal de belleza. Algo que hacía de Jano un espectador ajeno, no envuelto por lo que el resto de caballeros parecían admirar.

-Vamos, levántate. Vi lo que te hicieron-, dijo una voz femenina, quebrada por el esfuerzo que hacía levantando el liviano cuerpo de Jano. La sorpresa hizo que este soltara su bolsita de yute a los pies de la fémina, quien se hizo de una mano para recogerlas.
-¡No las toques, solo yo puedo verlas! ¡Son mías, aléjate!-, gritó Jano, causando alarma entre los pocos testigos.

Jano aún no la había visto a los ojos, donde esa joven de piel blanca como la luna guardaba su verdad: las ventanas de un alma que descansaba en ella. El vagabundo trató de levantarse por su cuenta, pero sintió de pronto que su rodilla ya no contestaba y cayó nuevamente en el charco. Ella se rió por la caricatura que era Jano, así como una tortuga que trata de darse vuelta sin ayuda.

-Como no puedes levantarte, miraré qué tanto tienes aquí-, dijo con una sonrisa traviesa, como si no se hubiese sentido insultada por la mala gracia de Jano.
-¡No, no me hagas esto!-, la cogió del tobillo con fuerza. La miraba tendido en el charco y justo la luz del farol hacía contraluz con el rostro de la joven, por lo que no podía verla con detalle. ¡Está bien, te diré, te diré! ¡Ayúdame!

La joven lo alzó nuevamente. Ahora supo que estaba mal herido, había sangre por sus rodillas y su codo estaba encogido por instinto. Por suerte para Jano, la desconocida no vio ningún papel de la bolsita de yute.

-¿Puedes ayudarme? Necesito seguir andando a estas horas. Tengo hambre-, dijo Jano viéndola a los ojos. Ella le respondió la mirada, pero esquivó a los pocos segundos con una sonrisa tímida. Jano estaba malherido sin prestar a los detalles. Solo cerró los ojos y preguntó a la desconocida por su nombre. Ella no hizo caso, se metió una de las manos al bolsillo para sacar lo que parecía una pastilla.

-Tómate esto. No te cobraré, pese a que las vendo por las calles. Te hará sentir mejor. ¿Qué me habías preguntado? Ah, sí, me llamo Karem-, dijo mientras metía ciertos papeles manteca en su morral de color verde oscuro, muy sucio por el barro.

Karem estaba de pie, muy derechita, y con unos pies pequeñitos, que calzaban valerinas. Tenía un saco largo y grueso de color morado y una especie de gorrita hecha de lana. Su piel hacía contraste con la oscuridad y sus pequitas recordaban a Jano la delicia que era la vainilla con chocolate.

-¿Qué son? ¿Qué guardas ahí?- Preguntó Karem, muy curiosa, con los ojos parpadeantes a una velocidad sobrenatural, como queriendo sacar una sonrisa al triste Jano, quien no dejaba de exprimirse el polo para secarse.
-Son poemas, mi último recurso si es que muero de hambre.
-¿Acaso te comes el papel?-, repreguntó, muy extrañada por lo que acaba de escuchar.
-Algo así…-, repuso Jano, sabiendo bien que esa es la verdad absoluta, pero aquella que quería evitar revelar al resto.

Jano y Karem se miran como dos desconocidos forzados a saludarse por la soledad de la calle. Él ríe buscando el contacto visual, mientras ella mira hacia las esquinas, nerviosa como si la siguieran o como si escapara a un estremecimiento invisible.

Él siente la pastilla que le dio Karem en el bolsillo. Abre lentamente la envoltura de papel platina, típica de los comprimidos farmacéuticos, y se da con la sorpresa que no había nada, ninguna pastilla.

-¿Te la tomaste? ¿Te sientes bien? Realmente sí funciona, te hace sentir mejor-, dijo Karem con una sonrisa espléndida.

Jano la mira extrañado. Mira al piso por si se cayó la píldora, pero en realidad no había nada. Vuelve a ver la sonrisa de Karem, pierde su mirada por un segundo en cada labio.

-Sí, Karem, ya la tomé-, respondió Jano, ocultando su bolsita de yute con retozos de papel en su bolsillo más grande. Devolvió el favor de la pastilla con una sonrisa más amplia, y se fueron caminando de regreso por los rieles oxidados. Ya estaba por amanecer.

Foto: Wikipedia – Avi Paz