Cada viaje, cada promesa

Antes de viajar a La Habana y Varadero, recuerdo haber leído que lo divertido de cualquier travesía es la ida y el regreso. Una vez que llegué a esas dos ciudades, de hecho, lo chévere también fue eso: la idea y el regreso de los nuevos lugares que visitaba, como que la meta solo fuese un nuevo punto para dirigirte a un nuevo horizonte.

A esta diversión muy personal, introspectiva, debe sumarse la promesa. En mi libreta de temas lo apunté así: “Cada viaje, cada promesa”, como quien busca hacerme acordar ahora los pendientes que tuve en Lima a la hora de llegar. Salir a cualquier parte, sean las playas del sur o el interior del país, te despejan de una ciudad cargada de tu energía disipada y edificios-testigos de tu humanidad.

La sensación de partir es la de desenterrar antiguas suposiciones a temas que te hartaban la cabeza, como la del estratega que reordena sus tropas desde las alturas de un avión que se aleja entre las nubes. Para todo esto, existe la promesa de volver con el cuchillo sobre los dientes, cual pirata al abordaje, sin miedo a ser herido o muerto en su plan de recuperar un tesoro: las pequeñas joyas que conforman tu felicidad plena. Ser un exiliado de pensamiento a cientos de millas, allí donde convive la incertidumbre, hace que el pensamiento se alumbre, se active los nervios de acero y sacude el prejuicio contra las causas perdidas.

Haberme ido a Cuba hizo todo eso, obvio, con algunos mojitos y habanos de por medio. Ahora cuando me preguntan “¿Qué tal tu viaje?”, no sé, en realidad, qué diablos responder. Imagino que cualquier dato que encuentre en Internet, pero no desnudaría el alma explicando este post: mi exclamación al deseo más profundo del querer, ese que se quedó con parte de mi humanidad creadora. Ni modo, siéntete especial, esta es solo una parte de la respuesta que nunca doy cuando me preguntan por mis vacaciones.

Foto: katerha – Flickr. Bajo licencia de Creative Commons