Lo que nadie se imagina 47
El talento artístico, por muy bueno que sea, tiene un límite… y es cuando el dolor de cabeza hace de tu día una buena mierda.
Esto lo supe bien cuando, una tarde de mayo, se subió al bus una joven cantante, una artista callejera, que aprovechaba su hermosa voz para ganarse el pan del día. Lo curioso es que la conocía de vista, porque en varias otras oportunidades se ha subido al mismo bus que me lleva al trabajo. Digamos que tiene su ruta de «trabajo» se cruza con mi rutina. Yo supe quién era ella y ella, probablemente, ni notó mi existencia.
«Hola a todos. Disculpen la interrupción en su viaje. No es fácil mi situación por la falta de oportunidades y por eso subo a las combis para ofrecerles mi arte. Toda moneda será bien recibida», dijo como hace siempre a todos los pasajeros.
Y empezó a cantar.
Su talento fue admirable. Su voz atrajo a cualquiera, incluso a quienes se quedaron «colgados» en el paisaje urbano a través del parabrisas… y ese volumen… Uno siente que es capaz de acariciarte el corazón a través de las vibras sonoras. Un deleite, un arte que no merece el humilde escenario callejero por ser sucio y sabandija… Un joya de salón. Un canto único y hermoso y…
«¡Cállate, mierda!». Sí, ese era yo desde el fondo del autobús. Me acerqué a ella con cierta vergüenza por el exabrupto, con ojos de disculpa y tomándome de la cabeza para hacerle entender que nada de esto era su culpa. «Lo siento. Sé que no es la manera, pero tu voz ahora, en estos momentos, me está rompiendo la cabeza».
Metí las manos en los bolsillos y saco la billetera.
«Toma este billete. Son 100 soles. Por favor, no cantes más hoy y no quiero verte en, al menos, otros 100 buses que me lleven al trabajo. Cantas hermoso, pero ahora mismo me estás recagando la cabeza».
Cerré los ojos con fuerza tras acabar mi discurso. Ya sentía la bofetada en mis mejillas, pero nada… Abrí los ojos nuevamente y ella había bajado del bus en silencio, algo indignada, pero con una sonrisa de consuelo al tener los 100 soles en su poder.
El bus avanzó y la perdí de vista.
Luego saqué la cuenta de que exageré, que probablemente con 50 ó 20 soles pude haber tenido el mismo efecto, pero cuando se trata del alivio inmediato a una jaqueca, no hay precio que bien valga pagarlo.
Sobre la chica, no la volví a ver hasta tres meses después aproximadamente. Ella subió al bus y notó inmediatamente mi presencia. Se me acercó antes de dirigirse al público.
«Toma. Aquí tienes 12 soles de vuelto por los 88 días que no nos vemos desde que me diste los 100 soles. Ahora sí, por favor, déjame cantar».
Para su buena -o quizá mala- suerte, no me dolía la cabeza y esta vez pude disfrutar de su voz.