Lo que nadie se imagina 31

Amaranta… Aún recuerdo la última vez que te vi a los ojos, aunque nunca te alejaste de mi lado. Sucede que las desgracias nunca avisaron cuándo sería el momento que mis ojos dejaron de funcionar desde aquel accidente, justo horas después de haberme despedido con un beso en tu frente.

Fue duro para ambos. Te escuchaba llorar, aunque no podía verte nunca más. Te imaginaba a oscuras, porque desde aquella noche, la noche se hizo oscura para toda mi vida.

Trataba de consolarte. “Al menos estoy con vida”. “Al menos ahorraré para ir al cine”. “Ahora puedes ponerte lo que sea, siempre diré que estás hermosa”.

Ni mis pésimos chistes cambiaban tu humor, y la cosa se ponía más seria cuando me veías cayéndome en mis intentos de caminar con el bastón. “Sería divertido andar con uno de Charlie Chaplin”. Nada te hacía reír, aunque la desgracia era mía, mías eran las alegrías que dependían de ti.

“Quizá era el destino”. Te decía de repente cuando el oído detectaba tus mocos por caerse y la lágrima que corta el aliento en medio de la garganta. “Quizá así descubramos que estamos hechos para andar juntos”.

Pero nada te convencía. Ya la pena te superaba hasta el punto de hacerte daño en tu salud.

“Soy ciego, pero no cojudo”.

Al menos en tres noches sentía cómo abrías la maleta, esa misma con la que abandonaste la casa de tus padres, para mirarla sin atreverte a meter tus pertenencias. Y yo te oía desde la cama, no te decía nada, porque no sabía qué decirte exactamente. Nunca fui bueno con las palabras.

Pero no fue hasta la cuarta noche en la que finalmente te atreviste a meter tus cosas dentro de la maleta. Sabía que estabas por irte. Sentí tu mano sobre la perilla que jurabas no volver a tocar.

“Ven… Acércate a mí antes de que te vayas”.

Escuché a sus rodillas tocar el suelo. Yo estaba al borde de la cama. Extendí mis manos para tocarte el rostro. Una lágrima estaba por la mitad de tu mejilla izquierda.

“Quiero saber si es el destino…”

Te quedaste en silencio. Pensaste que te tocaba el rostro para memorizarte de por vida antes de que te vayas. Mi intención era otra.

“Quédate quieta un momento más…”

Entonces lo sentí.

“Amaranta… Está en toda tu cara…”

Le pedí que me diera un lápiz y un papel, y que volviera a arrodillarse para tomarle el rostro con una mano, mientras escribía con la otra sobre el papel. Pasaron unos dos minutos y le entregué el papel. No podía hacer más.

“Este ser… cuyo cualquier nombre sea… está entregado a quien por amor descubra este mensaje”.

Amaranta leyó la carta en voz alta y se quedó en silencio. Ella aún no entendía lo que sucedía. Yo me senté en el suelo para estar a su altura y volví a tocarle el rostro con las manos.

“Te dije… Es el destino”.

******

Faltan pocas horas para acostarse. Amaranta se echa a mi lado, siempre en el mismo borde de la cama, y se quita la bata. No hace falta verla para sentir su desnudez.

Han pasado 14 años desde aquella noche, y desde entonces -en todas las noches- acaricio su piel en busca de más mensajes del destino. Ya se ha vuelto costumbre antes de dormir.

Las maravillas que puede hacer uno leyendo un lienzo tan hermoso como es su piel recubierta de pecas sensibles a las yemas de mis dedos y traducirlos mediante el sistema braille.