Para Eva del Edén
Mi debilidad son las rubias y yo aún no creo haber bailado con una. Es más, no solo bailar, sino también enseñarle a bailar salsa cuando yo soy pésimo haciéndolo. Y la cuestión es fácil de explicar, porque dicha rubia encantadora, pupila de mis pasos de baile inventados, no es peruana, sino checa. Su nombre es Eva, nunca supe su apellido, pero yo siempre la llamaba Eva del Edén, sea por el encanto de una mujer de novela, sea por la mujer de encanto de quien puedo hacer novela.
Ella llegó a Lima como intercambio cultural gracias a AIESEC, una red social de universitarios alrededor el mundo. Eva trataba de explicar qué funciones hacía dicha red, pero solo me bastaba entender el milagro que era que una rubia así viviese por unos tres meses al lado de mi casa. Parecía ensueño como los sueños que soñaba al cuestionarme “¿cuándo bailaré con una rubia?”, tipo de mujer que por instinto o razones sociales me encaramelaban el corazón; incluso cuando la mayoría la personas piense que son algo tontitas.
Supe que ella estudiaba en Inglaterra, al norte de Londres. Estaba siguiendo la carrera de ciencias políticas europeas, me lo decía en un español entremordido mientras bebía un Cartavio con Coca-Cola: la gracia del TLC con el país del norte nos ayudaba con la tarea de embriagarnos. Mi inglés no era tan fluido como para hacerme entender, aunque me las daba de buen orador. Luego de un tiempo ella comenzó a hablar español de manera más fluida, así como su melanina comenzaba a dorarse y ponerse chaposa como los niños de nuestra sierra. Más que nunca en ese momento fue Eva del Edén, recuerdo, mientras en su piel se curtía el brillo de nuestro cielo en una piel blanca, extranjera, diferente a los 27 millones de peruanos que la rodearon los tres meses que estuvo en Lima.
Recuerdo sus faldas floreadas, sus casacas de buzo con capucha y su predica antitabaco primer mundista que me hacía ver como un troglodita de la era cavernaria. Y recuerdo su primera vez en un micro, una carrera de espanto entre semáforo y semáforo, entre cortos recesos para decir “Why do i take this fucking bus?” Y como el tiempo avanza, con sus recuerdos, fotografias y silencios entre dos culturas distintas, Eva del Edén viajó al otro lado del mundo, a ese lado donde ensueño viajo y como en sueño espero que hayan tan lindas rubias como lo fue ella. Y sobre todo que ninguna sepa bailar salsa y entrar yo como profesor improvisado de pies izquierdos y que todas, con las mejilla chaposas, me digan “But you dance good, Andre”, como alguna vez me dijo Eva del Edén.
Ella será la rubia, como siempre le diré, porque forma parte de un primer acercamiento a una ilusión triste como para ser nacional, pero hermosamente posible si me largo del país. Y la noche antes de su partida llegó, como el respiro intoxicado de pena y con la idea loca de decirle “And… if you dont take the plane?”
Legalmente sería una ilegal, pero legalmente sería peruana por contar amigos peruanos y ser querida por los amigos que aquí conoció. Y sería peruana, porque forma parte de un ideario de un peruano llamado André Suárez Paredes. Que sobre y baste, la nacionalicé por el aduanas de mi imaginación y de una inspiración fugaz. La noche previa Eva estuvo en la casa de mi amiga Sharon, que la hospedó, y yo que me tomé el tiempo para despedirme. La conversación se llevó a cabo en una oficina, llena de libros y una laptop. Eva estaba sentada doblando las rodillas y mostrando su melanina nacional: la blancura de sus piernas. Comencé a preguntar a Eva sobre su familia, sobre su país, sobre si tuvo un familiar que luchó en la segunda guerra. Sus ojos azules contestaban mis preguntas con respuestas exhaladas por la tristeza. El azulejo de su iris era un mar conmocionado por decir “good bye”. Pues bien, nunca lo dijo, porque despedirse es dificil. El sueño de puntualidad inglesa le cerraba los ojitos a Eva del Edén que se destinaba a dormir.
“Well, i don´t now how say good bye. I prefer to say i will see you later”, le dije en un ingles medio muerto, medio vivo, medio nostálgico.
“I know, I know…”, ella se acercó y me tendió un abrazo con aquella polera amarilla con capucha. Un beso en la mejilla y la rubia ensueño se prepara para dormir, mientras que yo parado en medio de la oficina soñaba despierto e imaginando cuánto costará un pasaje a República Checa. Quizás para volverla a ver o para ver a otras rubias más a quien enseñar salsa. Y quizás haberle enseñado a aquella rubia europea que no todos los peruanos somos ladrones o traficantes, sino que también sabemos cómo acoger a los amigos del continente viejo. Verla, hablar con Eva del Edén, pues era también un intento de existir en un imaginario diferente al nuestro y que en un futuro, que en la tierra de The Beatles, diga “No todos los peruanos son iguales”, mientras ve alguna noticia en CNN.
Sharon evitaba las lágrimas mientras le preguntaba cómo la pasó con Eva durante su estadía. El moco y la garganta ahogada en una lágrima espesa era su respuesta. Eva pensó que iría al aeropuerto a despedirme, pero el trabajo no me permitió. Ella se fue, viajó lejos en un avión con destino a Londres y yo no fui. O bueno, quizás sí fui, porque en su memoria podría recordar a un moreno pelucón con quien bailó salsa una noche, a un moreno pelucón que tiene por debilidad a las rubias y que ella es cómplice para que el sueño del moreno en conquistar a una rubia sufra de esperanza, o sea que pueda ser posible, o sea menos imposible, osea con probabilidades… o sea una fe.
Foto: Ed Schipul. Bajo licencia de Creative Commons