Las niñas del puente

Me hallaba en la ciudad francesa de Caen, al noroeste de París, cuando vi una pequeña escena que me llamó poderosamente la atención. Estaba de regreso al hotel, cerca al memorial del desembarco del Día D, cuando observé a dos niñas de unos 13 años aproximadamente que saludaban a los carros que pasaban por debajo del puente.

Lo sé, parece algo bastante normal, ¿pero dos niñas de 13 años haciendo un juego medio tonto en plena era digital? ¿O será que han crecido debajo de una roca? Ya resulta muy difícil ver cosas así en ciudades grandes, aunque Caen es un sitio más reducido a comparación de las grandes metrópolis europeas. Sentí por un momento haber viajado al pasado. Miré hacia atrás y no había nadie. Las dos niñas y yo éramos los dueños de la calle.

Algunos carros respondían a los saludos con sonidos de bocina. Ella seguían intactas así, saludando sin más y riéndose de tan singular actividad.

Ellas estaban a unos 200 metros de distancia mientras me acercaba caminando sin apuro. Miraba alrededor pensando que sus padres estarían cerca, será que tengo la psicosis de Lima que las niñas no pueden ir solas así por así. Pero nada, eran las niñas, la carretera y los extraños que manejaban a toda velocidad debajo del puente.

Aún las recuerdo bien. Una tenía un vestido azul y la otra medio rojo. Las muy pequeñas tenían que colgarse de la baranda para que sus manitas sean vistas por encima del metal.

Ya estaba a pocos metros. Caminaba más lento a propósito para ver si las niñas se aburrían en algún momento, pero nada. ¡Seguían como si fuese un espectáculo! No tuve más remedio que pasar a su costado. Ella se detienen y me miran con cierta extrañeza. Yo andaba vestido como un turista promedio. Sin mediar palabra, ellas suponiendo que no hablaba ni jota de francés, me saludaron con la mano como si fuese un carro más.

Me reí de su ocurrencia. Les dije “Hola” y alcé mis manos para saludarnos como si estuviéramos a distancia cuando en realidad estábamos a menos de un metro. Luego seguí mi camino por buen rato. Volteé para ver si seguían allí y así era. Nada parecía aburrirlas de lo mismo.

Las observé por un rato más desde lo lejos y seguí mi camino con cierta sensación de envidia. Qué suerte es vivir esos primeros años sin tener que acostumbrarte a las cosas de siempre, a la rutina que mata -incluso- la gracia de aquellas actividades sencillas que antes nos generaba tanta alegría.

Patear la lata. Tirar la piedra. Saludar a los coches debajo del puente.

Cuál será el secreto para quitarse esas etiquetas rutinarias y volver a ese estado de constante sorpresa. Quizá sea algo irreversible: ya mi cerebro está lo suficientemente degenerado como para crear nuevas conexiones neuronales y tan solo se limita a vivir en una realidad constante.

Pero sorprenderse todos los días… ¿Se lo imaginan? Es como volver a nacer siempre, volver a empezar cada día.