Los «para siempre»

Si somos mortales, ¿cómo tenemos la osadía de prometer algo «para siempre»? No pienses que todos somos unos embaucadores, sino que solemos hacerlo cuando metafóricamente expresamos nuestros sentimientos haciendo referencia a lo único imperecedero de la vida humana: el alma.

Religiones de todas partes del mundo han concebido éste elemento como extensión de la vida terrenal, «siendo sustancia espiritual e inmortal de los seres humanos», según la Real Academia Española. Cabe preguntarse, entonces, si el alma goza de sensibilidad como para prometer algo en vida que será posteriormente experimentado hasta la eternidad.

Para no profundizar en el terreno de la metafísica, hay algo realista en el «para siempre» que lo hace sumamente practicable. Obviamente, léase lo siguiente bajo la responsabilidad de que se trata de un fuerte compromiso, ya que lo peor es engañarse con sentimientos superficiales simulándolos como un estilo de vida.

Arranquemos con un ejemplo clásico: «Te amaré por siempre». Pragmáticamente, el enunciado es constatable si la persona enamorada confirma sentirse así en los últimos segundos de su vida. Antes de discutir sobre si el alma posteriormente sentirá ese amor, aquí lo esencial reside en la entrega que el sujeto hizo antes de ingresar a lo desconocido, donde ni la ciencia sabe exactamente cómo es morir.

Sin tapujo alguno, decir «Te amaré por siempre» es el deseo de sentir a esa otra persona en los últimos instantes de vida antes de desaparecer, autenticando sus sentimientos, incluso, en lo que nadie -¡NADIE!- tiene idea de cómo será la vida después de la muerte. Esta última entrega bajo la esperanza de seguir gozando del amor en el más allá es lo más puro que conforma el alma, ente impoluto de muchas creencias, cuando deje el cuerpo con el último respiro.

Mucho depende, en este punto, de la fe de cada persona. Confesemos que hay veces que no podemos explicar lo más bello de la vida con números, ni la magnitud del amor en centímetros cúbicos, pero bien vale creer en algo para no perder el tacto humano, la sensibilidad de obrar sabiendo que somos mortales y la sinceridad de confesar sentimientos como si el tiempo jugara en nuestra contra, contemplando la felicidad -y el amor- como la vianda del alma que partirá agradecida sin miedo a la muerte.

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