Lo que nadie se imagina 5

Calma, mi anciana preciosa. Sabíamos que esto era inevitable. No puedo ahora secarte las lágrimas del rostro, menos decirte aquellas palabras que nunca te dije, pero que, de seguro, te tranquilizarían. Tómate tu tiempo, ancianita mía, que así sin dientes me atrevo a decirte que te he besado, que no has dejado de ser linda desde antes que se nos cuarteara la piel, antes de que ahora llores así en público. Calma, mi ancianita preciosa.

Acabo de decirte que pares, no sigas más, esposa mía. Ya cálmate que me apena el camino que debo ahora partir, hacia donde no me puedes acompañar. Sécate de nuevo las lágrimas, las mismas que brotan por los mismos ojos que alguna vez también lloraron de felicidad con mis excentricidades, con mis bromas por criar a quienes en nada se parecen a mí, solo tienen mi apellido y tu hermosa sonrisa. Eso me bastaba, siempre bastará.

Basta, no llores más, jovencita. Poco tiempo me has conocido, o me has vuelto a conocer luego de tantos años. Ahora ya no puedo verte, tu voz parece ser la misma de aquella vez que nos dejamos de hablar. Lástima tenerte tan cerca sin aún haberte podido ver, al menos sé que estás aquí a mi lado, en el mismo lado donde hace instantes tu voz también era la de mi anciana preciosa y esposa mía que jamás me tocó conocer, pese a que el deseo nos prohibió por eventualidades un futuro que ahora ya no importa proyectar juntos.

El grave sonido de la madera anuncia el final de los adioses. Un puñado de tierra golpea mi frente. Ahora escucho el silencio infinito de las entrañas del planeta.

Foto: chotda – Flickr. Bajo licencia de Creative Commons