Lo que nadie se imagina 43
A veces me pregunto de qué somos capaces de hacer en las peores circunstancias, hasta qué punto dejamos de lado nuestros intereses, gustos y agrados para convertirnos en el victimario perfecto, una máquina que sabe leer las peores pesadillas de una sola persona para hacer de su vida una miseria. Hablo de ese punto en el que ya dejamos de lado todo lo que constituye nuestra identidad para dedicarnos exclusivamente a herir a esa persona que tanto odiamos.
El punto en el que dejamos de ser nosotros mismos.
Todo esto se me vino a la mente cuando me enteré quién estuvo en esta misma casa antes de mudarme. Gaspar Iturbe alquiló este mismo espacio hace un año. Se quedó aquí por solo una semana, el tiempo suficiente para haber quedado en la memoria de los vecinos que se enteraron de lo que ocurrió aquí.
Todos se debió a su hijo, un tal Joaquín.
La familia Iturbe era bastante normal. Un padre normal. Una madre normal. Un hijo algo «complicado». Sucede que Joaquín confesó su homosexualidad a los 18 años, para eso ya había ingreso a la universidad. Sus padres, muy católicos y ortodoxos, no supieron cómo responder. Felizmente, el amor a un hijo pudo más: sin importar sus intereses sexuales, lo amaron como nunca hasta que la muerte interrumpió en la casa de los Iturbe.
Joaquín fue asesinado una noche en la que volvía de una fiesta con sus amigos. Fue acorralado por varios sujetos en una calle oscura. Él trató de defenderse, pero no pudo hacer nada contra la punta de un puñal. La policía actuó casi de inmediato y lograron capturar al homicida. Se trataba de Sergio Yovera, un matoncito bastante repudiado en redes sociales. El tipo era un homofóbico al mango. No había publicación en la que despotricara contra quienes considera un «daño a la sociedad».
Si bien la policía actuó de manera casi instantánea para capturar al asesino, la justicia hizo lo propio con soltarlo a los pocos días con el argumento clásico de «falta de pruebas». Lo que se supo después es que Sergio salió libre gracias a los contactos de su papi. El Señor Yovera es un abogado bastante conocido en los pasillos del Poder Judicial. Solo hizo falta un par de firmas, unos policías cómplices y la cosa se solucionó en un instante.
Un cabro más en el cielo a nadie le importa.
Pero a quién sí le importó fue a Gaspar. Luego del entierro de su hijo, Gaspar comenzó a salir de noche, siempre a escondidas de su esposa. Ella no le prestó atención, porque supuso que es su manera de lidiar con el pésame.
La soledad puede ser buena consejera, incluso para urdir una venganza.
Gaspar investigó por meses a Sergio, quien estudiaba en una exclusiva universidad de Lima. El desolado padre lo seguía por todas partes, lo tenía rastreado en redes sociales y se suscribió a todos los grupos homofóbicos en los que él también formaba parte como miembro.
A través de una cuenta falsa, Gaspar logra hacer contacto en uno de estos foros dedicados al odio contra los homosexuales. Mantuvieron el contacto por más de tres meses. Gaspar quería intimar con él para conocer algo muy puntual: su peor pesadilla.
Sergio pica el anzuelo y una noche en el chat le comenta qué es lo peor que podría sucederle en la vida. Lo escribió todo en un par de líneas sin imaginar que firmó su sentencia de muerte.
La señora Iturbe salió de viaje por cuestiones emocionales, no podía seguir en la misma casa donde su esposo está siempre ausente y la nostalgia de las habitaciones hacía insoportable la soledad. Dijo que salía por un mes del país. No especificó a dónde.
Gaspar coordina con Sergio una reunión. Quien fue el asesino de Joaquín acudió a esta misma casa donde ahora vivo. Por aquel entonces estaba siendo alquilada, así que era el espacio perfecto para hacer lo que tanto había planeado.
Como Sergio no debía ver el rostro de Gaspar hasta que esté reducido, Gaspar contrató a un sicario bastante joven, con buen porte, para que haga pasar a la víctima como si fuese el dueño de casa. Las cosas salieron de acuerdo al plan.
A solo unos metros de la puerta, Sergio cae desmayado tras un duro golpe en la cabeza por parte del sicario.
«¿Lo dejo aquí en el sofá?», pregunta éste muy obediente.
«No tan simple. Te pago un extra si lo desnudas y lo atas a esa silla. Además de fijarlo al mueble, por favor, ata bien sus manos y pies, y en la boca ponle esta mordaza», responde Gaspar mientras cierra todas cortinas y enciende la radio.
El sicario hace su trabajo sin preguntar.
«¿Nada más, señor?», pregunta por última vez antes de retirarse.
«Nada más», dice Gaspar mientras espera a que Sergio despierte.
Para mala suerte de Sergio, éste se despertó cuando -para su bien- lo mejor era que nunca despierte. Lo primero que vio fue a Gaspar sentado al frente de él. Solo los iluminaba un foco amarillo en medio de la oscura sala. Sergio trató de gritar, pero la mordaza en forma de bola en su boca lo impedía.
«La peor pesadilla de un padre es enterrar a tu propio hijo… Es algo que no tienes ni idea, porque aún no eres padre. Tu papá de seguro lo sabe, por eso te sacó de la cárcel lo antes posible e intachable para que tengas un futuro digno. Cualquier padre haría lo mismo. Un hijo no deja de serlo nunca, incluso en las más grandes decepciones», dice Gaspar observando fijamente las pupilas de Sergio, quien ya sudaba profusamente.
Gaspar hace una pausa y empieza a quitarse la camisa, siempre mirando a Sergio a los ojos.
«Lo normal es sentirse satisfecho cuando la justicia llega… Eso no sucedió conmigo. Tú lo sabes mejor que yo. No hallé justicia para mi Joaquín y eso me tiene roto», Gaspar se detiene por las lágrimas. Traga algo de saliva y continúa. «Eso nos lleva a esta situación. Ante la ausencia de justicia, ¿ya qué me detiene a no actuar según mis propios medios? ¿A qué sistema debo temer si es que ya lo perdí todo? Mi hijo era mi todo y sin él ya qué puedo perder».
La voz se le hace más firme. A veces tartamudea tratando de mantener la calma. Los mocos y la saliva ya comienzan a entorpecer la dicción.
«¿Para qué ser buen padre o buen ciudadano si es que el sistema te da la espalda? Tener un hijo es una responsabilidad, hace que te cuides porque quieres seguir con vida para verlo crecer. Evitas los problemas, porque no quieres perderte ningún segundo del ser que amas… Pero cuando ya no está, ¿para qué entonces cuidarme? ¿Para qué seguir viviendo como si algo me importara si es que ya no está conmigo?».
Gaspar ahora se quita el pantalón y la ropa interior. Ya está completamente desnudo.
«Es tan extraño… Porque solo perdiendo al ser que amé he obtenido mi libertad plena. Ya no le debo nada a nadie. Ya no tengo ese lazo que me hacía aspirar a ser una mejor persona. ¿Ya para qué, Sergio? ¿Ya para qué?».
Entonces, Gaspar se levanta y comienza a frotarse el pene con una de sus manos.
«¿Y sabes qué decidí hacer con mi libertad? Pues joderte. Cagarte la vida. Pero no de cualquier manera. No pienso matarte, porque las peores pesadillas se sufren en vida y después de la muerte, pues solo hay más muertos, y lo que pienso hacerte es… Mejor no te adelanto las cosas. Sé que te gustará así».
Todo esto lo supe por los partes policiales y el testimonio del mismo Sergio, quien fue rescatado tras una semana de haber estado secuestrado en este mismo lugar donde ahora vivo. Fue el casero quien avisó a la policía tras sentir un olor extraño en la sala, como cierto vaho que dejan los cuerpos al tener sexo frenético.
Muy pocos vecinos se enteraron de lo ocurrido en este lugar. Yo tuve la suerte de acceder a los partes policiales, porque ahora soy dueño del domicilio, así que tengo derecho a estar informado. Por si se lo preguntan, Gaspar se suicidó con su cinturón antes de ser trasladado a la prisión. Sergio simplemente desapareció. No hay pista alguna de él.
Lo que sí supe fue que el padre de Sergio se aseguró de que el tema no salga a la prensa. No quería que nadie sepa que su hijo fue violado analmente por quien fue un padre de familia ejemplar, muy católico, heterosexual y conservador. Así como tampoco quiso que nadie más se enterara de la peor pesadilla de Sergio, la misma que confió vía Internet a quien fue su violador.
«Que me viole un hombre… Pero que lo haga así con ganas, que me trate como si fuera su mujer, que me golpee duro como si lo disfrutara. ¡Que goce de mí! Esa mierda, de solo pensarlo, me aterra», reza el mensaje enviado desde el móvil de Sergio a la cuenta falsa que Gaspar creó para contactarlo vía Internet.
Quién dice que las pesadillas no pueden hacerse realidad.
A veces me siento en la sala donde todo esto ocurrió y no dejo de cuestionarme una cosa: ¿cómo es que Gaspar, siendo católico, heterosexual y conservador, haya podido actuar de esa manera tan enajenada? Por más que me lo pregunte, llego a la conclusión que fue el odio, pero no cualquier odio, sino el más puro en todas sus formas.
Un odio capaz de enajenarte de lo que es tu identidad, de tus gustos y creencias para transformarte en una máquina para hacer sufrir, en una invención de una pesadilla para ser la maldad en su estado más impoluto.
Un odio capaz de hacer que Gaspar viole a Sergio y disfrutar del acto sexual con la única intención de atribuirse el daño y ejecutar al pie de la letra la peor pesadilla de la víctima. Gaspar disfrutó de él mismo el ejecutor de su propio castigo, a pesar de que nunca tuvo desviaciones sexual con el mismo sexo, según concluyó la pericia psicológica. Gaspar había dejado de ser él mismo para convertirse en la extensión de alguien más, en el miedo de alguien más ya sin importarle quién era antes de la pérdida de Joaquín.
Siempre dicen que un padre hace de todo por su hijo… Imagino que sí, incluso hasta el punto de dejar de ser uno mismo.