A ojos cerrados
Eran tímidos hasta los huesos, pequeños de experiencia, inocentes a la llama salvaje que ardía en sus pechos. Ellos eran el ensayo de realidad más compleja. Sus edades aún no eran las suficientes, los errores eran los menos justificables y el deseo era tan grande que espantaba al niño más valiente.
No fue hasta una tarde al oscurecer, en medio de oportunos testigos, la luz del día se iba extinguiendo mientras los dos cerraban los ojos y pegaban sus labios. Ella, de puntitas para alcanzarlo, parecía besar el cielo que siempre quería habitar; en tanto, él agachaba un poco el rostro como si bebiera de una fuente inacabable de vida, vianda de las pasiones que emana su energía en cada respiro.
Se veían con los ojos cerrados, sabiendo metalmente dónde se haya cada parte del cuerpo del otro. Temblando como si estuvieran a punto de derrumbarse, al filo de los labios, al borde una navaja que hiere la timidez. Se veían a oscuras, ciegos a propósito, amantes hiriéndose los labios con manos hambrientas de piel. No querían despertar del letargo, par de ambiciosos alimentándose de la sed del otro.
Ahora los ojos se van abriendo, tímidos por lo que verán, la sonrisa satisfecha de seres terrenales aspirantes a andar, correr y volar. Ahora que se ven, ya no son los mismos. Ya más viejos, no han sentido huir el tiempo con las sinrazones de sus querer, esos argumentos que alimentan una pasión inacabable. Se miran con cuidado, ella se siente extrañada, toca el rostro a quien tiene al frente sin reconocerlo, se aleja sonriendo cuando en realidad teme. ¿Quién era ese sujeto?, se preguntó. ¿Por qué ahora?, insistió en saber. Él calla por los codos, mira el suelo.
¿A dónde pudo haber ido él si nunca se fue? ¿Cómo pudo haber escapado a ese corto beso con los ojos cerrados? Lo cierto es que él nunca la beso, solo imaginó hacerlo durante ocho años con los ojos cerrados. Cuando este los abrió, no había más testigos oportunos ni llama salvaje en el pecho, solo el dolor de un cobarde.
Foto: CrossMyT.com – Wikimedia Commons