El mito urbano del ‘buen’ samaritano
Esta es la historia de un hombre común en circunstancias inexplicables, la de un sujeto sin nombre por haber pasado a estas líneas en forma de leyenda urbana por la amarga condena de la desdicha. Un individuo impoluto y que obtuvo por recompensa del devenir nada más que un palmazo en la espalda.
Pasaban de las diez de la noche, su aliento olía a licor, pero el ambiente era el más propicio para hacer creer que era una caballero inglés en medio de una cantina infestada por universitarios precoces. El sueño parecía embargarlo, pero nada quitaba su gallardía kamikaze de acabar la universidad revelando lo que su pasión tragaba por miedo al rechazo. Uno que otro vaso, el abrazo de tu nuevo mejor amigo y el festejo giraba hasta la nausea cuando, de pronto, ella apareció como una valkiria en pleno campo de batalla.
Ya se conocían de antes, ya se habían hablado, por lo que no hacían falta las presentaciones de rigor. Se miran, se saludan a lo lejos con un ligero movimiento de mano hacia ambos lados, lo que denota un reconocimiento de amistad en un plano no íntimo. La bulla del bar se reduce hasta el silencio de la vergüenza por no haber hecho lo que debía hacer. Era ese día o nunca. Se dejó de mariconadas. Bueno, tampoco tanto.
“Siempre quise decirte que tienes unos ojos realmente hermosos”, fue la frase que disparó el revolucionario en medio de su grupo de amigos. Ellos lo miraron extrañados, como si se hubiera equivocado de persona, pues la anécdota parecía ser muy graciosa como para que resulte real.
Ella se apiada de su revelación, lo mira con ojos condescendientes, inclina la cabeza muy pocos grados hacia su derecha y sonríe ante el halago de suicida emocional, pero con buenas causas. Asienta con la cabeza, posa su mano en la mejilla del muerto en vida agradeciendo la valentía. Comprendí en ese momento que existen mujeres bellas que parecen vivir sin saber el efecto que pueden causar a los demás mortales. Bajó su mano, la mejilla del aventurado se enfría y desconectado de la mano de la fémina decide irse del local como los héroes de las películas de acción, aquellos que no miran hacia atrás cuando todo explota. Esa vez, por lo menos, algo explotó para bien.
“Sigámonos viendo”.
Así pasó durante varias semanas hasta la noche que el sujeto innombrable aguardaba lo mejor: la fiesta de graduación. Sacó su mejor traje, arregló la melena rebelde y barajó una suerte de sonrisas que no solo parezcan las de un sujeto que la pasa bien, sino la del sujeto que la pasa únicamente bien con ella. Se encontraron en el sitio, cerca de las 11:00 p.m. Era un sitio lejano, la reunión era un jardín amplio, con toldos, con una cálida luz amarilla enfocando los exteriores de la pista de baile y dejando penumbras para los amantes.
Ella vestida de rojo con taquitos, sobre el cuello la desnudez de su dermis y con ella mi juego de verla y no verla para aparentar menos los síntomas de efecto visual cuando la belleza puede ser más bella. Bailaba, le encanta bailar, y se movía por el plató con suma destreza, mientras que nuestro personaje se limitaba a hacerle compañía con el tomo I del ‘Manual de buen bailarín’. ¿La estrategia debajo de la manga? Hacerla reír con sus dos pies izquierdos, como si se tratara de un fenómeno de circo, comparable con el Hombre Elefante que buscaba cariño en medio de los bellos y normales.
No se cansaba de danzar, giraba teniendo como eje su sonrisa, el rostro parecía no moverse mientras recorría el espacio dejando una estela que solo nuestro kamikaze podía admirar. Llegó el alcohol y, con él, la prisa del tiempo. El buen hombre la perdía de vista mientras se acercaban rostros que ahora no recuerda. Desaparecía y volvía con una sonrisa coqueta, parecía una mariposa entre arbustos de sacos grises, entrando y saliendo del gentío con destreza sin perder ningún compás de su equilibrado baile.
Él cuidándola a la distancia, mirándola como si fuese a tropezar con el aire, sensible hasta los huesos para aparecer como quien promete lo que muchas desean sin mayor reclamo por la atención. Ella tomó su mano, se dirigieron a una cabina fotográfica y una cámara extrajo las almas de un faraón sin mayor imperio que lo ajeno, y ella con una mueca triste que da ganas de sonreír.
Nuevamente, ella se perdió. Las luces iban casándose de iluminar y las damas, de bailar. La mariposa roja se sentó en una silla plástica. Su miraba observaba el vacío y su sonrisa desdibujada de un solo borrón. Él se acerca, toma su mano y le pregunta qué pasa. Un velo de rimel negro parecía cubrir un poco sus pestañas. La pena no era para menos, pues fue herida en su moral de mujer por quien prometió antes cuidar de ella. Mujer y la zuela de su zapato, la aberración de lo antes mencionado en una vulgaridad mayor, eso escuchó, eso fue lo que le dijo. El odio embargó a nuestro personaje, pero nada pudo hacer ante el pedido expreso a la no violencia. Él la mira, arrollándose de a pocos para verle el rostro y decirle que la acompañará hasta acabar la noche.
Hora de irse. Todos se iban de a pocos, la luz ya desapareció y las sombras con rumbo desconocido se acercaban a la puerta para abandonar el local. No había otra que caminar para tomar un taxi. Nuestro héroe de historieta hace el saludo hitleriano para ordenar un taxi, pero dada la hora y la lejanía nadie accedía a la carrera. Con él andaba del brazo su protegida, caminaban entre las calles oscuras con un séquito silencioso. Ella parecía incómoda y nada de lo que nuestro amigo de la historia parecía arreglar. La impotencia se respiraba y aguardaba el momento de verla a los ojos una vez dentro del taxi para calmarla con la mayor paciencia posible. Lástima que las acciones que uno espera no tienen el mismo resultado si no es de la persona indicada, por más que sea de quien parece habernos traicionado.
Un buen señor se compadece. Arregla el viaje a un precio módico. Nuestro colega volteó, tras conversar con el conductor desde la ventanilla del copiloto, y nota que ella estaba más lejos de él. Se alejó unos metros observando a las calles venideras y gritando un nombre antes maldecido. La puerta del asiento largo del vehículo se abrió con fuerte sonido a metal, como la de una jaula que acobija a una bestia sudorosa de licor. Y con la bestia se iba también la mariposa que revoloteaba ya sin mayor trayecto que el pasado, mientras nuestro personaje era invitado a ver la escena desde el espejo retrovisor, observando cómo discurre el tiempo en su reflejo.
El camino fue largo, así como la agonía de quien fingió desinterés conversando en vano con el taxista. La ruta unía tres puntos, dos de ellos muy cerca, mientras que el del personaje era el más lejano: casualidades de la geografía que repercuten en la vida real. Sin perder la catadura, el buen hombre acompañó primero al último pasajero en abordar la nave. Ahora solos, él veía el cielo a través de la ventanilla, calmado, como si la derrota es de quien aparentemente siempre gana en las películas, pero en la segunda o tercera secuela.
Las palabras más dulces son las que ofrecieron las disculpas del caso. No había mucho que hacer o, por lo menos, decir en lo que duró los casi cuatro minutos de viaje. La última dirección. Ella baja con la sonrisa de siempre, aliviada por no haber soportado el enojo de su fiel escudero, quien callaba en una mueca la más grande las mentiras. Ella sacó las llaves sin mucho apuro y él, como aquella noche en la cantina, la veía como si fuese nuevamente la última vez. La tomó del brazo y harto del tiempo por haber perdido su prosapia de caballero la besó, dejando caer las llaves de la fémina a la acera, mientras el taxista se iba sonriendo sin haber cobrado el pasaje al ver tan apasionado beso…
El sonido de la puerta al cerrarse hizo que nuestro buen amigo despierte de su letargo. Sus llaves nunca cayeron al suelo y el taxista seguía esperando a quien tenía toda la apariencia de querer irse caminando en soledad. Para su tranquilidad, la batería del celular tenía suficiente batería para escuchar una última canción antes de dormir. Llega a su casa y paga el total del taxi por la carrera, todo el mejor de los caballeros. Activa el reproductor de música. Joaquín Sabina parece decirle algo cierto al oído. “Aunque en parte soy juez de un nunca, de un tal vez, de un no sé, de un después, de un qué pronto. En asuntos de amor…”.
Se quitó los audífonos, pues ya sabe cómo termina la letra.
Foto: Flickr – garryknight