Manifiesto del pésimo bailarín

Odio a todos los que bailan… y que felices están.

Será porque tengo dos pies tan izquierdos que parecen comunistas, o que el ritmo no nació conmigo -a pesar de mis raíces afrodescendientes-, pero el baile es una actividad que se me hace tan ajena que es motivo de mi diversión en las fiestas, en las discotecas, en el antro.

Nunca oirás de mí «siento ganas de bailar», porque nunca creo haber sentido esa sensación de expresar con mi cuerpo un estado anímico tan impulsivo que me motive a mover los pies, sacudir la cadera y hacer hombritos.

La razón es que bailar nunca me pareció una vía de expresión adecuada para mi psique. Nunca entenderé ese agrado por sacudir el esqueleto, algo tan desconocido para mí como lo fue para los primeros exploradores europeos que apreciaron alguna danza salvaje de las civilizaciones más desconocidas.

Pues el baile me parece la incontinencia psicológica de una emoción que el cerebro no es preciso en asimilar, que cada rumba y voltereta es como un cable a tierra que conduce tanta energía acumulada, inexplicable e incontrolable. Algo cuya alteración se traduce en giros y media vueltas en armonía, o como los gritos de gol que son imposibles de mantener en boca, porque nos descontrolamos ante las sensaciones de euforia, alegría y orgullo.

Así llegué a la idea que bailar es la domesticación de los impulsos al accionar retrógrado del desenfreno, de ese algo que te cuento que el cerebro es incapaz de procesar. Y sí, hablo domesticación, porque bailar se rige por una convención social de qué diablos hace a uno un «bailarín». Porque a veces somos crueles. Porque nos engañamos con «bailar es un arte y no hay formas correctas», y tachamos a los otros bailes auténticos huérfanos de son, de timba… pero no de pasión.

Porque bailar es una expresión corpórea dispuesta al escrutinio público, salvo en la soledad de los espacios cerrados, donde podemos libres, salvajemente libres sin enrarecernos o pretender andar de dos, imaginándonos en un amplio salón a oscuras mientras besamos el espejo.

Bailar… Eso es algo que nunca entenderé, aunque envidie a los bailan.