Gracias, Caballero de París

¿Crees en los deseos? Unos dirán que sí, otros que no, pero bien vale creer en momentos de incertidumbre. Aceptar que los deseos pueden cumplirse es admitir indirectamente que alguna divinidad cambió las reglas del destino. ¿Pero las divinidades existen?

El matemático Blaise Pascal, creador de la teoría de la probabilidad, afirmó que creer en Dios es como apostar. Según la explicación del profesor de filosofía Barry Loewer, si Dios existe, entonces la consecuencia de creer en Él es la salvación eterna, mientras que los ateos y agnósticos les espera el infierno. Si Dios no existe, la consecuencia de creer en Él es, en el peor de los casos, es vivir religiosamente una vida correcta, mientras que la consecuencia de no creer en él es continuar con nuestra vida como hasta el momento.

Por lo tanto, las consecuencias de no creer en Dios, si Él en verdad no existe, son terribles, y las de creer en él, si en verdad existe, son tan buenas que, incluso si pensáramos que la probabilidad de que Dios exista es muy pequeña, seguiría siendo preferible apostar que existe.

Si conviene apostar que Dios existe, los deseos que puede cumplir acaban siendo parte de la fe. Hay personas que no toleran la esperanza, pero ¿si realmente existe la fuente de esa fe? Mejor es creer, aunque nos llamen locos. Como siempre digo, hay que estar lo suficientemente loco como para hacer un mundo mejor.

Aunque parezca increíble, toda esta explicación tuve que hacerla en mi mente cuando Yunior, un bicitaxista de La Habana, me dijo que pidiera un deseo al Caballero de París, una estatua ubicada en la Plaza Francisco de Asís en La Habana Vieja. Para pedirlo, debí posar mi mano sobre el dedo izquierdo de la estatua; y la otra, sobre la barba al mismo tiempo. Cerré mi ojos y pedí mi deseo mientras Yunior me tomaba la foto.

Cuenta la leyenda que el Caballero de París era un vagabundo muy bueno con los niños en la década de 1950. A pesar de no tener dinero, les regalaba caramelos en plena calle. Cómo habrá sido de amado por los vecinos que ordenaron la colocación de la estatua para recordarlo por su eterno amor a los más pequeños, ignorando, incluso, su propia condición.

Nunca pedía limosnas ni decía malas palabras. Solo aceptaba dinero de las personas que él conocía, a las que a su vez daba un obsequio, que podía ser una tarjeta coloreada por él o un cabo de pluma o lápiz entizado con hilos de diferentes colores, un sacapuntas, u objeto similar. -CubaGenWeb-

Me sentía muy identificado con el personaje, hasta daba pena alejarme de la estatua para seguir mi camino. Mi última noche en La Habana aproveché en visitarlo con mi característico habano Montecristo en los labios. Llovía un poco, recuerdo, y miré la estatua como preguntándole con los ojos si me cumplirá el deseo del día anterior. «Mejor es creer. Sin esperanza, ¿con qué alimentaré al amor futuro?», pensé mientras caminaba perdiéndome entre las calles.

Hace un mes que regresé de Cuba, y saben algo… el deseo se cumplió. No te contaré exactamente de qué trataba, pero te bastará con saber que volví hecho un niño por quien ahora me toma de la mano: una niña de 24 años llamada Karla.

PD: Gracias, Caballero de París.