Lima no se extraña

«¿Extrañabas Lima?» es la pregunta más frecuente desde que volví de Madrid. La verdad es que no. ¿Quién puede extrañar una ciudad así de caótica? Hay que ser locos para guardar en el alma algo de cariño por una masa gris desagradable, inmensa y deshumanizada.

Lo que sí es Lima -para mí- es simplemente un territorio físico en el que sobrevive los seres que amo. Lima solo es un terreno de almas intermitentes, una mezcla de propiedades públicas y privadas en las que subsisten los protagonistas de tantas vidas que -como la mía- tratan de reflexionar qué parte del alma pertenece a la capital. Eso y nada más: un pedazo de tierra.

Sin embargo, lo cierto es que no soy una persona sana. Tengo algo de loco y por ello en mi alma habita cierto cariño por lo que los sanos se sentirían aterrados de Lima: la sensación constante de peligro. Creer que se vive al borde una navaja en cada esquina. Creer que se siente en el pecho el frío del metal al oscurecer. Psicosis constante, la vulnerabilidad de una vida tímida, desesperada y la calma nocturna… echado boca abajo en la cama y suspirando que aún vivo con los míos.

Lima es algo por lo que no siento ningún cariño, pero no puedo evitar reconocer que algo implantó en mí. No lo sé, pero algo en su cielo gris que guarda frecuencia con mi tristeza y mi sadismo por una humanidad desesperanzada. Si algo forma parte de mí, ¿cómo es posible extrañarlo? ¿Quién puede extrañarse a sí mimo? Eso es un imposible. Se extrañan las emociones, las memorias, las gentes… Pero Lima no se extraña, porque nunca se fue de mí.

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