Lo que nadie se imagina 12

Javier Mosquera y David Solano son dos amigos que una buena noche se fueron de putas. Ambos salían del bar luego de una larga jornada de clases en la universidad y buscaban algo de sexo fácil en las calles del Centro de Lima. Para su buena suerte, no tardaron mucho en encontrar a dos bellas casquivanas frente a un bar por la avenida Abancay.

Los jóvenes fueron sinceros con lo que querían. Estaban considerablemente ebrios como para no guardar las formas. «¿A cuánto el cache?», preguntó Javier sacando la billetera mientras David lo esperaba unos pasos más atrás, mirando con detenimiento a la hembra que dentro de unas horas tomaría en la cama. Ambos ya se imaginaban el disfrute carnal que se venía, y sus pensamientos se concretaron en una erección prematura cuando ambas chicas finalmente acordaron el precio y recibieron el dinero. Ya nada podía salir mal, salvo el porcentaje de error que siempre tienen los condones para evitar el VIH. De ahí todo bien.

El grupo se dirigió a un hostal barato que quedaba cerca para consumar el contrato sexual. Javier -el más entusiasmado- se adelantó y escogió a quién tomará esa noche, mientras que David no tuvo otra que contentarse con las sobras. Estaba bastante fastidiado por eso, pero quizá fue lo mejor que le pudo pasar esa noche.

David entró finalmente al cuarto con Esther. Él le pidió sexo oral de buenas a primeras, pero ella hizo que no escuchó y se sentó al borde de la cama para quitarse la blusa. David aprovechó entonces para acercarse por detrás y posar sus manos sobre los grandes pechos de Esther. Él ya lo estaba disfrutando, sentía cómo las ganas se endurecían en sus pantalones, pero el problema era que el disfrute no era recíproco.

-Sabes que no siento nada allí, ¿verdad?

Pero esto no detuvo a David, quien siguió toqueteando para su disfrute personal.

-Imagino porque son implantes. Eso no es novedad-, le respondió.
-Sí, son implantes, pero no solo las mujeres se ponen tetas…

David paró en seco.

-¿Eso quiere decir que tu amiga…?-, preguntó David mientras recogía los zapatos con cierto apuro.
-Así es.

David salió corriendo de la habitación, no sin antes disculparse con Esther, y corrió a la habitación contigua donde se hallaba Javier. El reembolso ya era lo de menos, primero estaba la dignidad.

-¡JAVIER! ¡JAVIER!-, gritaba David mientras molía la puerta a puñetazos.
-Anda no jodas-, respondió Javier al otro lado de la puerta.
-¡ES HOMBRE, HUEVÓN, ES HOMBRE!

No pasó mucho rato para que la puerta se abriera con un Javier desencajado y semidesnudo. Llevaba en sus brazos los pantalones y los zapatos. Ambos salieron apurados del hostal, Javier no tuvo otra que cambiarse en el vestíbulo mientras David salió del local para pedir un taxi.

-¡Solo me chupo la pinga, puta madre!-, repetía Javier hasta el hartazgo.

Una vez en el taxi, David y Javier no cruzaron palabras durante todo el viaje. Ya cuando entraron a la Vía Expresa, el chofer bajó el volumen para atreverse a romper el hielo. «¿Estuvo rico el cache, muchachos? Ese hostal es conocido por la zona», preguntó. Ambos se miraron sin saber qué decir. «Ni se lo imagina, señor», dijo David no sin antes soltar una sonrisa nerviosa. Javier le sigue la corriente y así ambos inventaron en lo que dura la luz roja del semáforo la historia que siempre repetirían para ocultar la verdad durante el resto de sus vidas.

Foto: Henri de Toulouse-Lautrec / Wikimedia Commons