Mi problema con los interruptores

La imagen que observas en esta publicación fue captada en el dormitorio 1309 del hotel Habana Libre, ubicado en el centro de Cuba, donde pasé mi primera noche en la capital caribeña. Dormir en cualquier lugar que no sea tu casa es una experiencia singular, como que el cuerpo se siente ajeno al espacio donde reposará indefenso en zonas desconocidas; un instinto salvaje muy propio del hombre cavernario, siempre atento a los peligros que atenta su sobrevivencia cuando baja la defensa en horas de sueño.

Eran las once de la noche, recuerdo, cuando tomé la fotografía tras una larga ducha. Estaba escuchando a todo volumen el Festival de Viña del Mar, se presentaba Carlos Vives. No es que sea fanático de su música, sino que no había más que ver en la televisión cubana. El sonido se amplificaba por los rincones del dormitorio que era excepcionalmente espacioso para una sola persona.

Ya vestido con la pijama, me eché por un rato para ordenar mis planes de mañana. Miré a mi alrededor para saber si se me había extraviado algo, pero todo estaba en su lugar. Mientras me acomodaba para dormir finalmente sentía que la sensación de soledad resulta mayor cuando el espacio físico que ocupas resulta insignificante respecto al que te rodea. Es más, parecía una tortura limitarme a ocupar la mitad del espacio rentado cuando fácilmente pude haberlo compartido con quien deseaba tanto en ese momento que me acompañe. Todo era doble: dos vasos para beber agua, dos toallas adornadas como cisnes en medio de la cama, dos jabones y esto, ¡una cama con dos interruptores!, detalle que acabó siendo el tiro de gracia.

Al darme cuenta que ambas luces no se apagaban con el mismo interruptor, me levanté para coger la cámara y hacer la fotografía, como un recuerdo sutil de esa primera noche y de quien habitaba en mi mente, incluso, en su más plena ausencia. Regresé a la cama algo más afligido que del principio. «Vamos a dormir, tontito. Apagaré la luz», imaginaba la voz de alguien muy especial en mi mente, recostado en el extremo de la cama observando el desierto de sábanas que me rodeaba.

Ansioso de tanto extrañar, desordené las sábanas que no ocupaba para sentir, al menos, que ella estaba ahí conmigo, solo que había salido por unos instantes, que luego regresaría, inventando sus huellas donde jamás había estado: un escape al desespero de dormir sin decirle «Buenas noches, preciosa. Descansa».

No recuerdo bien en qué momento me quedé dormido, pero sí que a la mañana siguiente desperté observando los supuestos rastros de su presencia hechos girones en el colchón. Sonreí por unos instantes imaginando cómo la despertaría, quizás con cosquillas o con besos en los hombros… No obstante, la realidad vino de golpe antes de rasgarme los ojos cansaditos de sueño: nadie había apagado su interruptor.