El lamento de un peruano débil por las rubias

Debo confesar que sufro una debilidad por las rubias, y también debo reconocer el dolor que esto implica cuando eres peruano, uno no tan alto, metro setenta y cuatro, morenito, ojos negros, de piel oscura, con cabello largo, así alguien como yo.

Imagino que mi debilidad por las rubias es porque son muy pocas en nuestro país de 30 millones de compatriotas, ya saben, la belleza exótica. También puede ser que me dejo llevar por la publicidad y sus imposiciones socioculturales de la belleza blanca, pero en suma todo se resume en un padecimiento nacional de quien gusta de las blondas en un país harto de prejuicio social.

No hablo de que son tontas por naturaleza, sino de la típica gringa pituca de ‘La Recoleta’ que vería por encima del hombro, si es que nota su presencia, de quien estudió en un colegio que con las justas fue privado. Conquistar a una rubia peruana es prejuzgar en algunos detalles, como el dinero, buena residencia, clubes privados, carro del año, ¡¡¡Asia Huevona!!!, códigos lingüísticos distintos y un apellido extranjero, cosas que hacen a las pocas rubias nacionales más introvertidas en sus círculos sociales como para integrarse a un estilo diferente, como el de la gran mayoría de pieles «clase medieras».

La otra cara de la moneda sería ser peruano con debilidad por las rubias en países en donde ellas abundan, así no habría tanto problema en enamorarse de una sin temer la choteada olímpica con aroma a Gótica, o ser subestimado por tu aspecto «Made in Peru». Como comparto con los amigos de la Universidad, estoy hablando de ser ‘El Latinazo’ en donde tú recién eres la belleza exótica entre tantas blondas que te miran muy interesadas al ser de una cultura distinta.

Al fin y al cabo, la belleza es relativa y la debilidad por ciertos elementos del sexo opuesto depende de cómo está estructurada la sociedad en donde vives. Digamos que a mí no me tocó un buen lugar para nacer, o estrato socioeconómico, quizás, pero sí la chance de ser un embajador milenario en caso de que viaje a Suecia, por ejemplo, para conquistar a la rubia que nunca me dio chance en Miraflores o La Molina. Soñar no cuesta nada, pero un viaje en avión sí.